La sirena varada: Año 1, Número 5
El quinto número de La sirena varada: Revista literaria.
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Señora administradora, acá le solicita<br />
audiencia don Andrés.<br />
—¿Quién es ese?<br />
—Don Andrés... El escritor que...<br />
—No menciones nombres... Dame el<br />
número de su membresía.<br />
—Eh... Este... Acá está. Le solicita audiencia<br />
el miembro 2275 código de acceso<br />
ADF/* TNV767554-HY<br />
—Ah... Ya sé quién es... Hazlo pasar,<br />
pero que sea breve.<br />
<strong>La</strong> antesala fue momentánea pero<br />
no por ello dejó de ser intimidante. Fue<br />
sobre el pasillo que comunica el acceso<br />
exterior con la impresionante torre de<br />
control, dentro de la que se halla <strong>La</strong> Administración<br />
virtual. El pasillo, estrechísimo<br />
y con unas barandas enclenques,<br />
flotaba en medio de la nada. De una<br />
«nada» extraña, blanca, luminiscente,<br />
indefinible y sin marco de referencia.<br />
Una «nada» que provocaba vértigo con<br />
solo imaginarla. En el momento en que<br />
luchaba por contener la primera oleada<br />
de vómitos, la asistente desplegó la<br />
entrada y me hizo pasar. Me señaló un<br />
punto en el piso de acero. Estaba señalado<br />
con una «x» y me alertó sobre los<br />
inconvenientes que me traería moverme<br />
de allí mientras durase la audiencia.<br />
Arriba estaba ella, supervisando los<br />
monitores, tecleando frenéticamente sobre<br />
un tablet inalámbrico y dándose leves<br />
golpecitos en la oreja derecha para recibir<br />
o cortar las comunicaciones telefónicas,<br />
cientos de ellas, que le llegaban al aparatito<br />
colgado en su oreja. Seguí las instrucciones.<br />
No me moví ni dije hasta que ella<br />
acercó su silla flotadora y se colocó frente<br />
a mí. Su mirada penetrante pero hermosa,<br />
fue más que suficiente para indicarme<br />
que tenía permiso para hablar.<br />
Entonces la garganta se me llenó de<br />
saliva, los ojos de lágrimas —aun cuando<br />
no quería ni tenía por qué llorar— y<br />
las orejas se me incendiaron con el rubor.<br />
Tomé una bocanada de aire y le hablé<br />
sin mirarla a sus hermosos pero penetrantes<br />
ojos, haciendo esfuerzos por<br />
controlar mi ya desatada tartamudez:<br />
—Bbbbuenas tardes... ssssseñora Administradora...vengo<br />
a decirle que hoy<br />
colgué el relato treinta y dos y que...<br />
—Pues, muchas gracias, don Andrés.<br />
Continúe usted, que aún le faltan... A<br />
ver... Dijo que tenía ciento uno... Ciento<br />
uno, menos treinta y dos... Once menos<br />
dos, nueve. Llevo una... Diez menos<br />
una, nueve. Nueve menos tres... A ver...<br />
¡Sesenta y nueve! Le faltan con estos,<br />
sesenta y nueve relatos... pero no le<br />
faltan ¿O sí?<br />
—Ssss ... sí, a eso he venido, respetada<br />
directora-administradora... Verá, es<br />
que... No, no me faltan, los tengo escritos,<br />
pero debo...<br />
—Ya sé que debe corregirlos y...<br />
—No, no es eso, es que...<br />
—¿No debe corregirlos? ¡Qué bien!<br />
Entonces ¿Por qué no los trae todos de<br />
una buena vez?<br />
—Es que...tengo que... pedirle...un<br />
permisito para....<br />
— ¡¿Un qué?! ¿Permiso para qué? Usted<br />
no tiene permiso sino para escribir<br />
relatos. Ese fue nuestro acuerdo...<br />
¡Y-no-me-haga-bajar-de-aquí-porque...!<br />
En el momento en que se me encimó,<br />
comencé a temblar allí mismo, parado<br />
sobre la «x» dibujada precariamente<br />
con tiza blanca sobre la lámina de hierro<br />
pintada de negro de aquel inmenso<br />
y descomunal centro audiovisual desde<br />
el que la Administradora llevaba el<br />
control de la vida y la producción literaria<br />
de los 2587 miembros del portal.<br />
<strong>La</strong> inmensidad de aquella sala octogonal,<br />
que albergaba miles de moni-<br />
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