EL TRASPIÉ SOBRE LA CARRETERA Por Juan Rodríguez Pérez 44
Llegó a su casa, con el temor de abrir la puerta y que un monstruoso ser lo devorase. Eran las doce de la noche. <strong>La</strong> luna se encontraba en su punto más alto, álgida, tranquila, en completa calma y serenidad. Era ya de madrugada, y en las inmediaciones solo quedaba una espesa niebla, mientras la perilla de la puerta giraba lentamente, con cautela, esperando no romper el enmudecimiento que se mantenía en la oscuridad. El oficial Pérez continuaba atónito. Se sentó al borde de su cama, mientras la luz lunar se regodeaba en sus sábanas todavía sin tender. El tiempo transcurría, y el oficial perdido en la incierta finitud de su mirada, recordó aquel ataúd, aquella caja de madera que colapsó el tráfico en horas de la tarde—. ¿De quién era? ¿Qué habría? —se preguntaba Pérez, todavía de lleno en su trance, dialogando inconclusamente con el susurro tácito de sus labios, y con ciertas ojeras que lo acompañaban. Era en definitiva, lo que más le inquietaba ¿Quién estaba dentro del ataúd? Pensó en llamar al brigadista Yepes, quien notificó la detención de miles de vehículos por un cajón rectangular de madera, que apareció de la nada en la vía—. Tal vez vio algo que no nos quiso decir —pensó el oficial, que ahora bebía agua frente a un espejo maltrecho. Recordó también, con la mayor exactitud y lucidez, la gran fila de autos que se hacía tras el ataúd. Recordó haber visto un Volkswagen, un Porsche, un Mazda, un Mitsubishi y un campero hermoso que siempre ha querido comprar: Un <strong>La</strong>nd Rover de 1998—. Es viejo —recuerda haber dicho el oficial, al avistar el automóvil detenido en medio del caos. <strong>La</strong>s personas se asustaban, pues no sabían qué hacer—. Muévanlo —replicaban algunos—. No, que tal eso tenga algo adentro ¡No lo muevan! —refutaban otros. El sinfín de voces en retrospectiva dentro de la rocambolesca cabeza de Pérez, se silenció al escuchar el golpeteo de las puertas. Alguien tocaba con temblor su aldaba contra la crujiente madera. —Oficial, que pena interrumpirlo tan tarde —decía Yepes el brigadista, quien con la palidez extraña de su rostro, observaba con ojos penetrantes al oficial—. Tengo que decirle algo; es urgente, me va a tratar de bobo, pero necesito que me escuche. El silencio de las afueras se cambió por el paso veloz de automotores sobre la vía, los cuales dejaban una nube espesa de polvo que hacía toser a Yepes, quien aguantándose las ganas de tiritar a muerte, continuaba relatando sus ignominias al oficial Pérez—. Tengo miedo oficial, no se lo niego —decía Yepes mientras encendía un cigarrillo—. Yo vi esa vaina llegar de la nada. Estaba con los ojos abiertos, poniendo infracciones por doquier, cuando salió, no sé de dónde. Un señor empezó a pitar coléricamente, entonces me asomé y vi ese ataúd grandísimo atorado en toda la mitad de la calle. Creí que se le había caído a algún camión que lo transportaba, pero no, ningún carro había pasado por allí en aproximadamente cinco minutos. —¿Cómo siguió el trancón? —preguntó Pérez, volteando bruscamente su mirada a la de Yepes, quien se notaba más calmado. —Igual, pues bajó porque a esta hora poca gente va en carro ¿Por qué? — preguntaba Yepes con otro cigarrillo a punto de extinguirse. 45
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