70 SU PROPIO FINAL Por Ramón Zarragoitia
A lo largo de sesenta y cinco años, había fabulado mil veces acerca del discurrir de su propio final. Curiosamente, entre las múltiples posibilidades que barajara no se encontraba precisamente aquella: Estaba de pie en el saloncito de la planta alta; la que servía como apartamento reservado en exclusiva para el confort del matrimonio. Se disponía a degustar una nueva novela recién comprada y para ello, enfundado en su fiel albornoz marrón de rizo americano, luciendo tejanos, un jersey delgado de pico y zapatillas propias de la intimidad, conmutó la lámpara halógena. No podría sentirse más feliz: su hogar, su afición favorita, el ansiado silencio. En ese preciso instante sintió la poderosa vibración de su celular y extrajo el aparato de concha de uno de los bolsillos. Dado que odiaba conversar al teléfono sentado, se incorporó de cara a los amplísimos ventanales. Una voz inquietante rompió la perfecta armonía del paisaje que sus ojos azules lograban divisar: su jardín británico donde correteaba alegre su mastín napolitano: Bimbo; la anciana tapia de ladrillo amarillo coronada de balaustre; y más allá, hasta donde alcanzaban la vista y el horizonte dorado del ocaso, sus cientos de hectáreas de Chardonnay en los alrededores de San Juan Capistrano. Todo teñido ya del envero de otoño. Dudó un instante. <strong>La</strong>s palabras justas se negaban a acudirle tanto a la boca como a una mente confundida y hasta cierto punto temerosa. Por fin, fue capaz de replicar: —No, es solo que jamás pude imaginar que me llamarías. Supuse que tarde o temprano, quizás antes de lo esperado a juzgar por el diagnóstico de mi amigo Jamie, íbamos a encontrarnos. Aunque uno nunca se figura que vaya a ser hoy mismo. Le sorprendió su propia frialdad. Le gustó el férreo control que ejercía sobre el conjunto de sus emociones y actos. Y ensimismado como estaba a causa de su entereza, no reparó en que la misma voz que manaba del minúsculo terminal podía oírse también, en tiempo y modo simultáneos, flotando a través del vacío de la habitación. De hecho, su interlocutor llevaba varios minutos contemplándolo en escorzo e incluso podía ser testigo de sus gestos merced al reflejo luminiscente de los grandes vidrios. Siguió conversando: —Dime, ¿qué será de ellos? Clarice dispone de una legión de abogados que la asesoren aquí o en el despacho de Los Ángeles. No en vano, cada año les pagamos una ingente cantidad de bitcoins por sus servicios. No, verás... los que realmente me preocupan son los chicos: Ruth es tan visceral, tan poco reflexiva. Está en una edad crítica: los muchachos, el sexo, las drogas, la diversión... todo eso. Y Charlie, el pequeño, ¡por el amor de Dios! Si aún es un chiquillo... <strong>La</strong> oscura presencia fue materializándose a medida que concurría junto al halo níveo de la lámpara. No habían cesado su pronunciación glacial ni su tono severo. Es más, conforme se aproximaba de forma artera, la profunda intensidad de su voz, como un incisivo cristal de hielo, amenazó con clavarse para siempre en la piel del dueño de la casa mientras este, pendiente tan solo de cuanto iba a dejar atrás, sacaba las últimas cuentas a su vida: —He vivido bien, de eso no hay duda. Aunque tampoco nadie me regaló nada. 71
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