La sirena varada: Año 1, Número 5
El quinto número de La sirena varada: Revista literaria.
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Llegó a su casa, con el temor de abrir<br />
la puerta y que un monstruoso ser<br />
lo devorase. Eran las doce de la noche.<br />
<strong>La</strong> luna se encontraba en su punto<br />
más alto, álgida, tranquila, en completa<br />
calma y serenidad. Era ya de madrugada,<br />
y en las inmediaciones solo quedaba<br />
una espesa niebla, mientras la<br />
perilla de la puerta giraba lentamente,<br />
con cautela, esperando no romper el<br />
enmudecimiento que se mantenía en<br />
la oscuridad.<br />
El oficial Pérez continuaba atónito.<br />
Se sentó al borde de su cama, mientras<br />
la luz lunar se regodeaba en sus sábanas<br />
todavía sin tender. El tiempo transcurría,<br />
y el oficial perdido en la incierta<br />
finitud de su mirada, recordó aquel<br />
ataúd, aquella caja de madera que<br />
colapsó el tráfico en horas de la tarde—.<br />
¿De quién era? ¿Qué habría? —se<br />
preguntaba Pérez, todavía de lleno en<br />
su trance, dialogando inconclusamente<br />
con el susurro tácito de sus labios, y<br />
con ciertas ojeras que lo acompañaban.<br />
Era en definitiva, lo que más le inquietaba<br />
¿Quién estaba dentro del<br />
ataúd? Pensó en llamar al brigadista<br />
Yepes, quien notificó la detención de<br />
miles de vehículos por un cajón rectangular<br />
de madera, que apareció de<br />
la nada en la vía—. Tal vez vio algo que<br />
no nos quiso decir —pensó el oficial,<br />
que ahora bebía agua frente a un espejo<br />
maltrecho. Recordó también, con<br />
la mayor exactitud y lucidez, la gran<br />
fila de autos que se hacía tras el ataúd.<br />
Recordó haber visto un Volkswagen,<br />
un Porsche, un Mazda, un Mitsubishi y<br />
un campero hermoso que siempre ha<br />
querido comprar: Un <strong>La</strong>nd Rover de<br />
1998—. Es viejo —recuerda haber dicho<br />
el oficial, al avistar el automóvil detenido<br />
en medio del caos. <strong>La</strong>s personas se<br />
asustaban, pues no sabían qué hacer—.<br />
Muévanlo —replicaban algunos—. No,<br />
que tal eso tenga algo adentro ¡No lo<br />
muevan! —refutaban otros. El sinfín<br />
de voces en retrospectiva dentro de<br />
la rocambolesca cabeza de Pérez, se<br />
silenció al escuchar el golpeteo de las<br />
puertas. Alguien tocaba con temblor su<br />
aldaba contra la crujiente madera.<br />
—Oficial, que pena interrumpirlo<br />
tan tarde —decía Yepes el brigadista,<br />
quien con la palidez extraña de su rostro,<br />
observaba con ojos penetrantes<br />
al oficial—. Tengo que decirle algo; es<br />
urgente, me va a tratar de bobo, pero<br />
necesito que me escuche.<br />
El silencio de las afueras se cambió<br />
por el paso veloz de automotores sobre<br />
la vía, los cuales dejaban una nube<br />
espesa de polvo que hacía toser a Yepes,<br />
quien aguantándose las ganas de<br />
tiritar a muerte, continuaba relatando<br />
sus ignominias al oficial Pérez—. Tengo<br />
miedo oficial, no se lo niego —decía Yepes<br />
mientras encendía un cigarrillo—.<br />
Yo vi esa vaina llegar de la nada. Estaba<br />
con los ojos abiertos, poniendo infracciones<br />
por doquier, cuando salió, no<br />
sé de dónde. Un señor empezó a pitar<br />
coléricamente, entonces me asomé y vi<br />
ese ataúd grandísimo atorado en toda<br />
la mitad de la calle. Creí que se le había<br />
caído a algún camión que lo transportaba,<br />
pero no, ningún carro había pasado<br />
por allí en aproximadamente cinco<br />
minutos.<br />
—¿Cómo siguió el trancón? —preguntó<br />
Pérez, volteando bruscamente su<br />
mirada a la de Yepes, quien se notaba<br />
más calmado.<br />
—Igual, pues bajó porque a esta hora<br />
poca gente va en carro ¿Por qué? —<br />
preguntaba Yepes con otro cigarrillo a<br />
punto de extinguirse.<br />
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