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Los muertos no cuentan cuentos

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34<br />

sucumben en la mesa del descubrimiento de aquello que más<br />

te apasiona. Vagas tus calles, todos los días, tomas tu pistola<br />

Beretta de 9 milímetros y sigues tu voluntad impía. La sociedad<br />

continúa vigilándote a modo de ocultar que sigue mirando lo<br />

que haces; odias a la multitud que te ve decrecer, piensas que<br />

los enfermos siempre serán los demás, aborreces soportarlos<br />

y dejarlos caminar. Es igual, el crimen ya los tocará algún día,<br />

esperas verlos morir, en tus ma<strong>no</strong>s o en las de quien sea.<br />

En una de tus vagancias por el barrio, te llegó a la cabeza<br />

un recuerdo, dulce, maravilloso y confortable, era un sabor…<br />

algu<strong>no</strong> que ya habías probado, sabor a sangre de algún<br />

co razón. Al pasar sobre San Judas Tadeo, ves el reloj y marca las<br />

2:00 p. m., escuchas la misma canción de Griffiths, “No time to<br />

love”, otra vez el reclamo del asqueroso panzón de Augusto que<br />

ig<strong>no</strong>ras; ves una señora vestida de negro y pelo de hielo, está<br />

sentada bajo el Faro de la Divinidad.<br />

¡Qué locura!, piensas; te acercas y escupes el piso bajo sus<br />

pies. Sonríes y le hablas:<br />

—He terminado, Queturá, <strong>no</strong> hay tiempo para amar.<br />

Ahora sí nadie te creerá, y eso es lo que me<strong>no</strong>s te preocupa.<br />

Satisfecho de ti, insistes en seguir callándolo, pues<br />

¿quién atiende a los espectros del mal? Como sea, tú continúas<br />

sonriendo con intensidad, en tu galería de lo peor y síndrome<br />

de espanto.

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