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otras actividades más importantes o más lucrativas. Para ellos la educación<br />

y la cultura no eran cosas diferentes: podría decirse que una no podía —y<br />

de hecho no puede— funcionar sin la otra.<br />

Recuerdo en tal sentido algo que le escuché decir a Lucía Teissier de<br />

Galindo, mi maestra de la Normal. La profesora Teissier ofreció en cierta<br />

ocasión a una alumna a la que estaba reprendiendo —la maestra era una<br />

mujer muy estricta— una metáfora muy elocuente sobre el tema: “La<br />

educación —le dijo— es como el papel de china, aparentemente no sirve<br />

para nada, pero evita que la porcelana se rompa”. Es decir que, para la<br />

maestra, la educación en principio parecería algo frágil e innecesario, hasta<br />

que descubrimos que sirve para preservar cosas muy valiosas. Retomando la<br />

imagen, podríamos concluir que, así como la educación es el papel de china,<br />

la cultura es la porcelana valiosa. ¿Qué ocurre cuando las separamos? La<br />

educación se vuelve inútil. La cultura no se preserva. Ése es ahora nuestro<br />

problema.<br />

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