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distribuían las mesas iluminadas a tramos por lámparas de petróleo. Las<br />

mujeres iban vestidas de largo y los hombres de traje con polainas. Había<br />

una orquesta que tocaba valses y corridos populares. Leopoldo y su amigo<br />

tuvieron algunas dificultades para entrar, pues no tenían invitación. Polito<br />

fue reconocido por algunos amigos de Rosita, quienes identificaron en él al<br />

novio de la muchacha y así los dejaron entrar, pese a que no iban vestidos<br />

para la ocasión. También por eso mismo no les pidieron que dejaran sus<br />

armas: eran gente de confianza. Tomaron asiento en una mesa cercana a la<br />

planilla del baile. No tardaron en reconocer a Rosita. Bailaba un vals con<br />

el señor Arizpe, un hombre maduro cargado de anillos y fistoles, quien la<br />

pretendía y le había hecho generosos regalos. Al terminar la pieza, Rosita<br />

volvió a su asiento. Polito se le acercó y le dijo:<br />

—Rosita, ¿me concedes la siguiente?<br />

Ella lo miró en silencio sin levantarse de su lugar. Su rostro estaba muy<br />

serio. Clavó su mirada en los ojos del muchacho con una carga de desprecio<br />

que ninguna mula arriera se atrevería a cargar. Lo barrió de arriba abajo.<br />

—¿Y tú qué haces aquí? —preguntó.<br />

Como una ola que se levanta o un amenazante zumbar de abejas,<br />

Leopoldo escuchó a sus espaldas el murmullo de la gente que los veía. El<br />

hombre se encorvó un poco para decir en voz baja:<br />

—Rosita, no me desaires. La gente lo va a notar.<br />

Rosita recorrió el lugar con la mirada y confirmó que en efecto los demás<br />

murmuraban. Se levantó de golpe, encarando a Leopoldo.<br />

—Contigo no he de bailar.<br />

Se dio la media vuelta al momento en que empezaba a tocar la orquesta<br />

a la señal de uno de los anfitriones para distraer a los invitados de la<br />

incómoda escena. Rosita, indignada, iba caminando hacia la salida cuando<br />

de pronto el señor Blázquez, uno de los hombres más ricos de Saltillo, se<br />

levantó de su asiento para tratar de tranquilizarla. Le obsequió su pañuelo.<br />

Rosita hizo el ademán de limpiarse un par de lágrimas y aceptó bailar.<br />

Leopoldo regresó con su amigo, quien lo esperaba impaciente.<br />

—No permitas que te haga eso. La última vez que una vieja me desairó<br />

si vieras la chinga que le puse. Nos debe dinero, que no se haga ahora la<br />

elegante.<br />

—¿Qué hago? —preguntó Leopoldo.<br />

—Vuelve a sacarla a bailar y si no quiere hacerte caso, le haces lo que le<br />

hice yo a mi vieja: le arrié de cachazos.<br />

La pieza terminó y Rosita regresó a su silla. Leopoldo se le acercó.<br />

—Rosita…<br />

Ella se volvió a levantar y haciendo como si no lo hubiera escuchado<br />

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