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mezcla de ingenuidad y de ambigüedad, no sólo en el comportamiento<br />

de los personajes que protagonizan las anécdotas, sino en la forma como<br />

las exponen sus narradores. Más que solicitar mi credibilidad —como le<br />

ocurriría al lector de una novela o de un cuento—, la anécdota solicita mi<br />

complicidad, como si me dijeran entre líneas: “Tú sabes por qué pasaron<br />

así las cosas y, si no lo sabes, no mereces saberlo”. Tengo el contexto que<br />

me permite entender esa y otras anécdotas relativas a la vida pública de<br />

mi ciudad y de mi estado. Pero si yo tuviera que escribir eso mismo como<br />

un cuento no podría apelar ni a esa aparente ingenuidad ni a esos sutiles<br />

sobrentendidos. Tendría que escribir la historia de manera que fuera<br />

comprendida por todos los lectores, fueran o no fueran saltillenses. No<br />

podría refugiarme en esa causalidad incompleta o parcialmente inconexa,<br />

tan característica de la estructura de la anécdota ni podría apelar a la<br />

aparente ingenuidad del narrador o los protagonistas. La complicidad<br />

tendría que ser reemplazada por la imaginación y la perspicacia crítica.<br />

No hay sobrentendidos. O se comprende todo o mejor no se dice nada.<br />

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