LA NUEVA EN LOS SACRAMENTOS
LA NUEVA EN LOS SACRAMENTOS
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los<br />
Dones y deberes de la confirmación<br />
mientras seguimos contemporizando más o menos con las obras del<br />
hombre «carnal», que son «fornicación, impureza, enemistades,<br />
disputas, envidias, mal genio, disensiones, espíritu partidista...» (Gal<br />
5, 19), estamos aún sometidos al juicio de una ley de prohibiciones.<br />
El hombre viejo, el hombre independiente, el viejo Adán dominado<br />
por sus concupiscencias, necesita ser combatido sin descanso por las<br />
limitaciones de la ley exterior. Pero ese hombre que vive en nosotros<br />
no recibe el golpe de muerte, no es verdaderamente vencido sino<br />
mediante una vida por virtud de la gracia. El hombre viejo no muere<br />
sino cuando empezamos a caminar en el Espíritu 9 .<br />
Qué triste retroceso el del bautizado con el Espíritu Santo 10<br />
que no tiene más ideal que orientar su vida conforme a los límites<br />
de la ley exterior, considerándose libre de las exigencias que impone<br />
la donación de la gracia. El cristiano que se propone únicamente<br />
como meta de su esfuerzo moral evitar las faltas que le crean complicaciones<br />
con la ley, se ve apartando cada vez más de la ley personal<br />
de la amistad, de la ley de gracia inscrita en el corazón y en<br />
el espíritu. En realidad vive ya con alma de esclavo. Al no considerar<br />
esa ley exterior partiendo desde la ley interior de la gracia,<br />
con la que forma una auténtica unidad, no puede ver en la ley externa<br />
sino un yugo aplastante e insoportable.<br />
Por el contrario, para el que vive agradecido al don de la gracia<br />
y tiene clara conciencia de las obligaciones que le impone tan<br />
alto don, las mismas leyes exteriores del evangelio y de la Iglesia<br />
se convierten en expresión cariñosa del amor de Dios que le espolea<br />
fuerte y suavemente hacia alturas cada vez más sublimes. El que<br />
mira la ley como algo exterior, el que se acerca a ella con alma de<br />
siervo, irá inconscientemente deformando hasta los más sublimes<br />
preceptos, el precepto capital de la caridad, las altas metas del sermón<br />
de la montaña: llegará a no ver en ellas más que un mandamiento<br />
penoso como todos los demás. Y así aquellas metas sublimes<br />
se han convertido en ley del mínimo esfuerzo para ese escuadrón<br />
cansino que vive trampeando siempre de un lado a otro de la<br />
frontera.<br />
Todo lo que es invitación generosa y categórica hacia las alturas,<br />
no interesa, no le sirve: «Al fin, no tiene fuerza obligatoria;<br />
9. Cf. Gal 5, 25.<br />
10. Cf. Me 1, 8; Jn 1, 33.<br />
Ley grabada en el corazón l(l')<br />
es simple consejo.» «¿A qué cargar con pesos inútiles en la mochila?»<br />
Y no se da cuenta de que cuantos más «pesos» de esta clase va<br />
tirando, tanto más le pesan los que le quedan. ¡Qué distinto el<br />
cristiano que deja que la gracia le trace su camino! Cuanto más<br />
empinado suba el sendero, tanto menos siente la carga.<br />
El confirmado que camina «según el Espíritu» tiene buena experiencia<br />
de que en medio de la lucha nunca le falta junto al crisma<br />
de la fortaleza el bálsamo de la alegría. El que ha llegado a encontrar<br />
gusto en la «ley del vivir en el Espíritu», dando un sí resuelto<br />
a la difícil y grande tarea del seguimiento de Cristo, recibirá siempre<br />
del Espíritu y cada vez con más abundancia el fruto sabroso de<br />
la santa alegría.<br />
La discusión en torno al problema de los sacerdotes obreros,<br />
que llegó también al gran público, sirvió para poner en claro dos<br />
verdades: primeramente, que una empresa apostólica tan atrevida<br />
exigía una madurez espiritual a toda prueba y juntamente una preparación<br />
humana adecuada. Pero en segundo lugar se puso de relieve<br />
otro aspecto al que con frecuencia no se prestó debida atención:<br />
algunos de aquellos sacerdotes obreros «naufragaron». Falsearon<br />
su testimonio en favor de Cristo y de su ley. Pero ¿no lo falseaban<br />
mucho más aquellos sacerdotes y seglares que asistían al desenlace<br />
del drama cómodamente instalados en su mundo satisfecho y<br />
burgués?<br />
La existencia de esos hombres a los que nada puede hacerles<br />
variar de ritmo es realmente la más perfecta caricatura de la vida<br />
según la «ley de Cristo». Seguros de sí mismos, monótonos rutinarios,<br />
nada detestan más que esas empresas atrevidas del celo misionero<br />
que siente la obligación de transmitir el mensaje de forma<br />
adaptada a las necesidades de los hombres. Están tan perfectamente<br />
acoplados a su ambiente semiincrédulo y cómodo que ni ven el formalismo<br />
que impera en toda su vida, el formalismo con que «cumplen<br />
sus deberes para que nadie pueda decir nada de ellos». Agotan<br />
todas sus débiles energías en un fiero aferrarse al mínimo fijado por<br />
la ley en mil pequeños y minúsculos detalles. ¿Qué atención podrán<br />
dedicar a las necesidades concretas y cambiantes del prójimo, a las<br />
exigencias históricas del reino de Dios? Solamente las preocupaciones<br />
de orden terreno, alguna que otra noticia sensacional, puede<br />
sacarles de su embotado reposo. Ésos son los estímulos que fre-