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LA NUEVA EN LOS SACRAMENTOS

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GRAN SIGNO DE <strong>LA</strong> GRACIA<br />

Los sacramentos son signos del amor y de la gracia de Dios que<br />

expresan y producen esa gracia. La virgen María es el signo más elocuente<br />

en el cielo de la redención. Resplandeciente como el sol, está<br />

ya en cuerpo y alma gloriosos junto al resucitado. En ella la gracia<br />

ha alcanzado la meta más excelsa. En la gloria que brilla en su<br />

asunción a los cielos tenemos la mejor demostración de la plenitud<br />

de gracia que adornaba su alma. La virgen es signo luminoso que<br />

desde el cielo nos habla de la riqueza oculta en los sencillos signos<br />

sacramentales y de la gracia muchas veces imperceptible bajo el<br />

humilde curso de una vida cualquiera. Es que la gracia es realmente<br />

germen de gloria inmortal.<br />

Doce estrellas forman su corona. Las doce estrellas pueden significar<br />

los doce apóstoles. Los sacramentos están ligados al poder<br />

apostólico de la Iglesia. María es reina de los apóstoles. A la cabeza<br />

del colegio apostólico imploró la venida del Espíritu Santo sobre la<br />

Iglesia naciente. Su prerrogativa real es el apostolado, la diaconía de<br />

la oración. A semejanza de la madre Iglesia, también María participa<br />

como diaconisa de nuestra salvación en el misterio de los sacramentos.<br />

Si bien ella no administra ningún sacramento, la virgen<br />

María más aún que el sacerdote ministro de los sacramentos, es instrumento<br />

viviente del amor divino. La función apostólica prolonga<br />

en la tierra la acción misericordiosa de la gracia de Cristo. María se<br />

nos ha dado igualmente a los hombres para anunciarnos incansablemente<br />

el mensaje dichoso del amor y de la misericordia de Dios<br />

y anunciarlo en un lenguaje que llegue más hondamente a conmover<br />

nuestro corazón.<br />

Los sacramentos engendran nuevos hijos a Dios. Por ellos Cristo<br />

nos hace nacer a la vida de gracia y nos alimenta en el seno de su<br />

Iglesia con manjar de vida eterna. Esta vida de la gracia en nosotros<br />

guarda íntima relación con María. ¿No fue ella la que engendró<br />

a Cristo y la que pudo colaborar al pie de la cruz en la obra de<br />

Cristo como diaconisa de nuestra redención?<br />

Todos los sacramentos nos están diciendo que debemos la vida<br />

de gracia a la muerte de Cristo. Bajo el árbol de la cruz María<br />

cooperó con Cristo engendrándonos a esa vida con grandes dolores.<br />

Gran signo de la gracia 281<br />

«La mujer estaba encinta y gritaba a causa de los fuertes dolores<br />

que le producía el parto» (Ap 12, 2). A su hijo primogénito lo dio<br />

a luz quedando virgen antes, en y después del parto, sin experimentar<br />

el más mínimo dolor. Pero desde el principio de la vida del Redentor<br />

también ella siguió el camino del sufrimeinto, el único que<br />

Cristo obedientemente adoptó para redimir a los hombres. Sintió el<br />

dolor de ver que el dueño del universo no encontraba lugar donde<br />

nacer. Vio su corazón desganado por cruel espada de dolor al escuchar<br />

de labios del anciano Simeón la espantosa escisión que ocasionaría<br />

su venida. Tuvo que probar el duro pan del destierro huyendo<br />

con su Hijo de los dominios de Herodes. Pero, en medida inmensamente<br />

superior, tuvo que saborear todo el horror de la pasión, asistiendo<br />

al bautismo de sangre con que su Hijo quiso ser bautizado<br />

por nosotros y a la apertura de su costado del que con el agua y la<br />

sangre brotarían para nosotros torrentes de agua viva. En la Madre<br />

paciente al pie de la cruz, a la cual hace volver nuestra mirada el<br />

Redentor agonizante, está presente la Madre Iglesia, la cual nos engendra<br />

y alimenta entre tantos dolores y preocupaciones. Podemos<br />

aplicar a la Virgen lo que san Pablo sentía en sí mismo: en ella,<br />

como en el sacerdote-apóstol sufre la Iglesia dolores de parto por<br />

nosotros hasta que Cristo cobre forma en nuestra vida (cf. Gal 4, 19).<br />

Nuestra Madre María compartió al pie de la cruz con su Hijo<br />

el misterio tremendo de la santidad de Dios. Sabía muy bien que<br />

estaba en juego el pecado del hombre y el consiguiente peligro de<br />

eterna condenación. Y quiso adelantarse a sentir dolorosamente toda<br />

la angustia y dolor de la madre Iglesia por sus hijos.<br />

En la virgen María halló cumplimiento lo que la mujer de Tecua<br />

contó a David por insinuación de loab: «Tu sierva tenía dos hijos.<br />

Un día pelearon entre sí, y no habiendo allí nadie que los separara,<br />

uno mató al otro. Ahora toda mi familia se ha alzado contra tu<br />

sierva: quieren quitar la vida al fratricida para vengar la sangre de<br />

su hermano e impedir que nazca el heredero. Dígnese el rey salir en<br />

mi defensa para que el vengador de la sangre no aumente mi tribulación<br />

y mi ruina» (2 Sam 14, 6-11). Con nuestros pecados hemos<br />

sido culpables de la muerte del Hijo primogénito. Y fue este mismo<br />

Hijo el que desde la cruz pronunció aquellas palabras: «Mujer, ahí<br />

tienes a tu hijo.» Ella quiso tomar sobre sí el papel de madre, para<br />

interceder en favor de los hijos malvados.

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