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LA NUEVA EN LOS SACRAMENTOS

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146 La Iglesia como sacramento<br />

solidariamente en una plegaria: Parce, Domine, parce populo tuo,<br />

«Perdona, Señor, perdona a tu pueblo; no mires a nuestros pecados,<br />

sino a la fe de tu Iglesia», y a la confianza que tiene puesta en la<br />

pasión redentora de Cristo, así como en los méritos del sufrimiento<br />

y penitencia de los miembros santos de la Iglesia en unión con los<br />

merecimientos de Jesucristo.<br />

La Iglesia ha discutido muchos y muy serios problemas: cómo<br />

presentar las verdades de la fe y el mensaje moral al mundo de hoy,<br />

cómo conseguir el retorno de los hermanos separados. Pero por encima<br />

de todas las discusiones, decretos y constituciones, habrá de<br />

estar la oración al Espíritu Santo. Y esta oración no será verdaderamente<br />

agradable a Dios, si no comenzamos por confesar humildemente<br />

todas nuestras múltiples desobediencias a las luces y gracias<br />

del Espíritu Santo. El concilio es una solemne proclamación de fe,<br />

pero también una confesión solemne cara a Dios y cara al mundo.<br />

Sus intentos de reforma y sus disposiciones reformadoras son una<br />

acusación nacida del más genuino espíritu de penitencia.<br />

El que alguna vez ha podido participar en el rito solemne de la<br />

penitencia, jamás se atreverá a afirmar que es muy del estilo de<br />

la Iglesia ese afán de defender y justificar todo lo que en el curso<br />

de los siglos han hecho los obispos, los sacerdotes y los mismos<br />

fieles. El estilo de la Iglesia, y por tanto también el estilo del concilio<br />

(muy particularmente del concilio) es confesarse «Iglesia de los<br />

pecadores» y mostrarse dispuesta a hacer penitencia como un solo<br />

cuerpo solidario de expiación y arrepentimiento.<br />

Si nosotros, los miembros de la Iglesia verdadera, una, católica<br />

y apostólica, pretendiéramos escudarnos en el término «santa Iglesia»<br />

para dispensarnos de la obligación de la penitencia, estaríamos<br />

prácticamente representando el papel tristísimo del hermano mayor<br />

de la parábola del hijo pródigo (Le 15, 25-32) y en vano esperaríamos<br />

el retorno de los hermanos separados, al menos en lo que de<br />

nosotros depende. Porque Dios puede sin duda, por su ilimitado poder,<br />

hacer que vuelvan muchos que todavía están fuera, aun cuando<br />

dentro de la Iglesia continúen algunas personas y algunos círculos<br />

eclesiásticos oponiéndose a toda renovación y revitalización. ¿Pero<br />

no es nuestro primer deber de cristianos hacer más habitable y más<br />

acogedora la casa de Dios, la casa paterna de la Iglesia para todos<br />

los cristianos? Todos juntos tenemos que reconocer nuestros errores,<br />

El tiempo conciliar 147<br />

todos debemos compartir solidariamente las culpas y las cargas con<br />

los hermanos separados y con los muchos que apostatan de la fe; en<br />

una palabra, todos tenemos que confesar nuestros pecados, expiarlos<br />

y hacer penitencia con un auténtico espíritu de solidaridad. Sólo así<br />

tendremos razón para esperar el gran milagro de la gracia.<br />

La Iglesia, como corpus paenitentiae, deberá estar dispuesta, por<br />

espíritu de solidaridad en la penitencia, a renunciar a muchas cosas<br />

que la humana tradición le ha hecho queridas y familiares, si así lo<br />

exigiera la ansiada unión de la cristiandad. Y cada uno de nosotros<br />

deberá entrar dentro de sí para luchar contra nuestro formalismo y<br />

nuestra superficialidad, contra nuestro fariseísmo ante todo, a fin de<br />

poder invitar a los extraviados al regreso a la casa paterna.<br />

Sin embargo, nuestra peor actitud sería limitarnos a esperar que<br />

los padres dicten normas para reformar la disciplina y práctica<br />

eclesiásticas, la liturgia, la vida del clero y de las órdenes religiosas<br />

sin preocuparnos nosotros mismos de pensar en nuestra reforma, en<br />

nuestra continua necesidad de penitencia y de volvernos cada vez<br />

más seriamente hacia Dios.<br />

Escucha, oh Señor, la oración y la súplica de tu siervo, y por tu<br />

gloria inclina benigno tu rostro hacia tu santuario desolado. Inclina<br />

tu oído, Dios mío, y escúchame. Abre tus ojos y mira nuestra desolación<br />

y la de la ciudad que lleva tu nombre. Contritos estamos ante<br />

ti con nuestras plegarias, confiando solamente en tu gran misericordia<br />

y no construyendo sobre nuestra propia justicia.<br />

¡Oh Señor, escucha! ¡Oh Señor, presta atención! Atiende y decide.<br />

No tardes, te lo pedimos por ti, Dios mío. Pues sobre la ciudad<br />

y sobre tu pueblo se ha invocado tu nombre (Dan 9, 17-19).

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