LA NUEVA EN LOS SACRAMENTOS
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Dones y deberes de la confirmación<br />
cernos participantes de la libertad de los hijos de Dios y finalmente<br />
de la libertad del mismo Dios. «La ley del espíritu de vida en Cristo<br />
Jesús te ha libertado de la ley del pecado» (Rom 8, 2).<br />
Cristo ha llevado por nosotros todo el peso de la deuda de nuestros<br />
pecados. Su amor redentor le llevó a hacerse solidario de nuestros<br />
sufrimientos a fin de romper las cadenas que nos hacían solidarios<br />
del pecado. La ley del pecado fue vencida por la expiación<br />
amorosa del Señor. El resucitado está libre de toda coacción, libre<br />
también de la «ley del pecado», que alcanzó en la cruz su «victoria<br />
mortal». Cristo glorificado nos hace participar por medio del Espíritu<br />
Santo de su triunfo glorioso: «Donde está el Espíritu del Señor,<br />
allí está la libertad» (2 Cor 3, 17).<br />
La ley espiritual de la vida en Cristo Jesús es «la más perfecta<br />
ley de la libertad» (Sant 1, 25; 2, 12), porque nos hace vivir<br />
como Cristo vida de resurrección. El Espíritu Santo transforma<br />
nuestro hombre interior a semejanza de Cristo: «Los que se dejan<br />
guiar por el Espíritu son hijos de Dios» (Rom 8, 14). Si transformamos<br />
nuestra vida en el mismo Espíritu en el que exclamamos<br />
«¡Abba, Padre!» (Rom 8, 15), haremos de ella un testimonio perdurable<br />
en favor de nuestra interior asimilación con Cristo, partícipe<br />
de su misma libertad.<br />
Porque el hombre que vive resueltamente esta realidad de la<br />
gracia no es un hombre sin ley. La ley del Espíritu es protección eficaz<br />
contra todas las obras del hombre carnal que no busca sino satisfacer<br />
sus caprichos. Y sin embargo esta vida en el Espíritu no<br />
puede ser descrita ni presentada como «vida bajo una ley». El hombre<br />
que camina en el Espíritu no está ante la ley de Cristo como<br />
frente a una ley exterior y esclavizante. Haciendo de nuestra vida<br />
en Cristo la norma fiel de nuestros pensamientos, deseos y acciones,<br />
ni estamos sin ley ni estamos bajo una ley. Así, paradójicamente,<br />
porque «Cristo es nuestra ley» (somos, como san Pablo, é'wo¡¿o?<br />
Xpicnroü, 1 Cor 9, 20s). El amor de Cristo que nos apremia es<br />
nuestra ley nueva y la fuente de nuestra libertad. El amor de Cristo<br />
libera en cuanto que nos obliga.<br />
Con todo, seguimos necesitando siempre las indicaciones de la<br />
ley exterior con sus preceptos y prohibiciones. Dicha ley es la clave<br />
para «distinguir los espíritus», es decir, para distinguir la verdadera<br />
libertad de los hijos de Dios frente a los falsos ideales de la libertad<br />
Libres de la ley de la muerte 117<br />
de este mundo. No es que necesitemos la ley exterior como un<br />
apoyo a la obra del espíritu de Cristo para transformarnos en su<br />
imagen. La necesitamos como un remedio de nuestra flaqueza, mientras<br />
vivimos en la carne y esperamos la plena revelación de la libertad<br />
de los hijos de Dios. Si la ley espiritual de la vida en Cristo<br />
Jesús hubiera llegado en nosotros a su completa perfección, ya no<br />
necesitaríamos para nada esa norma exterior. Cuando lleguemos a<br />
identificar plenamente nuestra voluntad con la de Dios, podremos<br />
decir con santa Teresa del Niño Jesús: «Yo hago siempre mi voluntad,<br />
porque la he entregado por completo al Señor.» Pero mientras<br />
el hombre viejo siga tramando su juego, no podemos dispensarnos<br />
del esfuerzo por acomodarnos con toda exactitud a la ley exterior.<br />
San Agustín, es verdad, decía: «Ama y haz lo que quieras»,<br />
pero sólo un corazón limpio, un amor perfecto puede hacer suya<br />
esa norma, ya que solamente él puede atinar con toda certeza en el<br />
blanco.<br />
Por eso, también las leyes que fijan el mínimo imprescindible<br />
son buenas y necesarias. Pero no hay que olvidar respecto de ellas<br />
que «la ley no es para el justo sino para los malos y desobedientes»<br />
(1 Tim 1, 9); «la ley se dio por causa de los transgresores» (Gal 3,<br />
19). La ley va perdiendo importancia gradualmente en la medida en<br />
que nos esforzamos noblemente por entrar en los designios amorosos<br />
de Dios. «El siervo no sabe lo que hace su Señor. Por eso os<br />
llamo amigos, porque os he manifestado todas las cosas que oí de mi<br />
Padre» (Jn 15, 15).<br />
LIBRES DE <strong>LA</strong> LEY DE <strong>LA</strong> MUERTE<br />
«Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no muere. La muerte<br />
ya no tiene poder sobre Él» (Rom 6, 9). Esta afirmación del apóstol<br />
no vale solamente referida a Cristo ascendido a los cielos. En<br />
sentido místico se aplica también a los miembros del cuerpo de<br />
Cristo, es decir, a nosotros desde el momento en que Cristo vive en<br />
nosotros y nos dejamos conducir plenamente por el Espíritu del resucitado.<br />
El apóstol lo afirma solemnemente: «La ley del Espíritu<br />
de vida en Cristo Jesús te ha liberado de la ley del pecado y de la<br />
muerte» (Rom 8, 2).