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LA NUEVA EN LOS SACRAMENTOS

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116<br />

Dones y deberes de la confirmación<br />

cernos participantes de la libertad de los hijos de Dios y finalmente<br />

de la libertad del mismo Dios. «La ley del espíritu de vida en Cristo<br />

Jesús te ha libertado de la ley del pecado» (Rom 8, 2).<br />

Cristo ha llevado por nosotros todo el peso de la deuda de nuestros<br />

pecados. Su amor redentor le llevó a hacerse solidario de nuestros<br />

sufrimientos a fin de romper las cadenas que nos hacían solidarios<br />

del pecado. La ley del pecado fue vencida por la expiación<br />

amorosa del Señor. El resucitado está libre de toda coacción, libre<br />

también de la «ley del pecado», que alcanzó en la cruz su «victoria<br />

mortal». Cristo glorificado nos hace participar por medio del Espíritu<br />

Santo de su triunfo glorioso: «Donde está el Espíritu del Señor,<br />

allí está la libertad» (2 Cor 3, 17).<br />

La ley espiritual de la vida en Cristo Jesús es «la más perfecta<br />

ley de la libertad» (Sant 1, 25; 2, 12), porque nos hace vivir<br />

como Cristo vida de resurrección. El Espíritu Santo transforma<br />

nuestro hombre interior a semejanza de Cristo: «Los que se dejan<br />

guiar por el Espíritu son hijos de Dios» (Rom 8, 14). Si transformamos<br />

nuestra vida en el mismo Espíritu en el que exclamamos<br />

«¡Abba, Padre!» (Rom 8, 15), haremos de ella un testimonio perdurable<br />

en favor de nuestra interior asimilación con Cristo, partícipe<br />

de su misma libertad.<br />

Porque el hombre que vive resueltamente esta realidad de la<br />

gracia no es un hombre sin ley. La ley del Espíritu es protección eficaz<br />

contra todas las obras del hombre carnal que no busca sino satisfacer<br />

sus caprichos. Y sin embargo esta vida en el Espíritu no<br />

puede ser descrita ni presentada como «vida bajo una ley». El hombre<br />

que camina en el Espíritu no está ante la ley de Cristo como<br />

frente a una ley exterior y esclavizante. Haciendo de nuestra vida<br />

en Cristo la norma fiel de nuestros pensamientos, deseos y acciones,<br />

ni estamos sin ley ni estamos bajo una ley. Así, paradójicamente,<br />

porque «Cristo es nuestra ley» (somos, como san Pablo, é'wo¡¿o?<br />

Xpicnroü, 1 Cor 9, 20s). El amor de Cristo que nos apremia es<br />

nuestra ley nueva y la fuente de nuestra libertad. El amor de Cristo<br />

libera en cuanto que nos obliga.<br />

Con todo, seguimos necesitando siempre las indicaciones de la<br />

ley exterior con sus preceptos y prohibiciones. Dicha ley es la clave<br />

para «distinguir los espíritus», es decir, para distinguir la verdadera<br />

libertad de los hijos de Dios frente a los falsos ideales de la libertad<br />

Libres de la ley de la muerte 117<br />

de este mundo. No es que necesitemos la ley exterior como un<br />

apoyo a la obra del espíritu de Cristo para transformarnos en su<br />

imagen. La necesitamos como un remedio de nuestra flaqueza, mientras<br />

vivimos en la carne y esperamos la plena revelación de la libertad<br />

de los hijos de Dios. Si la ley espiritual de la vida en Cristo<br />

Jesús hubiera llegado en nosotros a su completa perfección, ya no<br />

necesitaríamos para nada esa norma exterior. Cuando lleguemos a<br />

identificar plenamente nuestra voluntad con la de Dios, podremos<br />

decir con santa Teresa del Niño Jesús: «Yo hago siempre mi voluntad,<br />

porque la he entregado por completo al Señor.» Pero mientras<br />

el hombre viejo siga tramando su juego, no podemos dispensarnos<br />

del esfuerzo por acomodarnos con toda exactitud a la ley exterior.<br />

San Agustín, es verdad, decía: «Ama y haz lo que quieras»,<br />

pero sólo un corazón limpio, un amor perfecto puede hacer suya<br />

esa norma, ya que solamente él puede atinar con toda certeza en el<br />

blanco.<br />

Por eso, también las leyes que fijan el mínimo imprescindible<br />

son buenas y necesarias. Pero no hay que olvidar respecto de ellas<br />

que «la ley no es para el justo sino para los malos y desobedientes»<br />

(1 Tim 1, 9); «la ley se dio por causa de los transgresores» (Gal 3,<br />

19). La ley va perdiendo importancia gradualmente en la medida en<br />

que nos esforzamos noblemente por entrar en los designios amorosos<br />

de Dios. «El siervo no sabe lo que hace su Señor. Por eso os<br />

llamo amigos, porque os he manifestado todas las cosas que oí de mi<br />

Padre» (Jn 15, 15).<br />

LIBRES DE <strong>LA</strong> LEY DE <strong>LA</strong> MUERTE<br />

«Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no muere. La muerte<br />

ya no tiene poder sobre Él» (Rom 6, 9). Esta afirmación del apóstol<br />

no vale solamente referida a Cristo ascendido a los cielos. En<br />

sentido místico se aplica también a los miembros del cuerpo de<br />

Cristo, es decir, a nosotros desde el momento en que Cristo vive en<br />

nosotros y nos dejamos conducir plenamente por el Espíritu del resucitado.<br />

El apóstol lo afirma solemnemente: «La ley del Espíritu<br />

de vida en Cristo Jesús te ha liberado de la ley del pecado y de la<br />

muerte» (Rom 8, 2).

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