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LA NUEVA EN LOS SACRAMENTOS

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192 Banquete sacrificial y presencia amorosa<br />

sacramento del altar actualiza así el resucitado el recuerdo de su pasión.<br />

El sacrificio de la misa nos asocia a la liturgia del cielo, pues<br />

nos une con Cristo, el cual, sentado a la diestra del Padre en el trono<br />

de su gloria, ofrece al Padre todo honor y alabanza. Sus cinco heridas<br />

gloriosas son recuerdo perenne de su oblación sangrienta para<br />

adoración del Dios santísimo. El resucitado sigue siendo por los<br />

siglos mediador de la nueva y eterna alianza. Su oblación implora la<br />

gracia más alto que la sangre de Abel podía exigir venganza (Heb<br />

12, 24). En el sacrificio de la misa es Cristo mismo quien nos conduce<br />

«a la ciudad del Dios vivo, a los bienaventurados coros de los<br />

ángeles, a la festiva asamblea de los primogénitos cuyos nombres<br />

están inscritos en los cielos» (Heb 12, 22s). El cordero que se inmola *<br />

por nosotros en el altar, es el mismo cordero que está ante el trono<br />

de Dios (cf. Ap 14, 1; 22, 1.3; 7, 10.14).<br />

Al celebrar la Iglesia durante esta peregrinación el recuerdo de la<br />

muerte de su esposo celestial, se reconoce ser una misma cosa con<br />

la Jerusalén celestial. La desposada con Cristo, «la esposa del cordero»<br />

(Ap 21, 9), resplandece ya en «la gloria de Dios» (Ap 21, 10).<br />

En la celebración eucarística la adorna el resucitado para el día de<br />

la consumación. «Su luz es el cordero» (Ap 21, 24). El culto que<br />

ofrecemos a Cristo en el sacramento del altar no es, con toda su<br />

esplendente magnificencia, sino un pálido reflejo de la gloria que<br />

su gracia confiere a la Iglesia y a cada uno de sus miembros. El resucitado<br />

prepara ya de antemano la gloria que habrá de resplandecer<br />

el día de nuestra resurrección.<br />

Por la fe, la eucaristía nos permite disfrutar ya como realidad<br />

iniciada lo que el bautismo nos había dado en germen. «A nosotros<br />

que estábamos muertos a causa de nuestros pecados, nos ha<br />

conducido Dios juntamente con Cristo a la vida. En Cristo Jesús hemos<br />

sido resucitados y se nos ha asignado un lugar con Él en los<br />

cielos» (Ef 2, 5s). El Kyrios, el Señor glorificado, permanece en medio<br />

de nosotros en la santísima eucaristía ofreciéndose por nosotros<br />

como sacrificio de alabanza al Padre. Ahora sabemos qué quiere<br />

decir: «nos ha sido asignado un lugar con Él en los cielos». Estamos<br />

ya celebrando junto con Él y con todos sus ángeles y santos la liturgia<br />

celestial. «Nuestra patria (nuestra ciudadanía) está en los<br />

cielos. De allí esperamos la venida de nuestro redentor, el Señor<br />

Jesucristo» (Flp 3, 20). En la eucaristía prepara el Señor la trans-<br />

Presencia oculta del resucitado 193<br />

formación de nuestro cuerpo mortal en un cuerpo revestido de su<br />

misma gloria (cf. Flp 3, 21).<br />

En la celebración eucarística nos asegura el resucitado que mientras<br />

permanecemos unidos con Él, todos nuestros sufrimientos y luchas<br />

de la vida equivalen a una participación en su victoria. El alma<br />

creyente escucha incesantemente la promesa hecha por Cristo en el<br />

discurso eucarístico: «Ésta es la voluntad del que me ha enviado:<br />

que no pierda nada de lo que me confió, sino que lo resucite en el<br />

último día» (Jn 6, 39). «Yo soy el pan de vida bajado del cielo.<br />

Todo el que come este pan tendrá vida eterna» (Jn 6, 51). «De igual<br />

forma que yo, enviado por el Padre, tengo la vida por Él, que es la<br />

vida misma, también el que me come tendrá la vida por mí... Quien<br />

come este pan vivirá eternamente» (Jn 6, 57s). Para el pueblo, incluso<br />

para muchos de sus propios discípulos, resultaron estas palabras<br />

ininteligibles y hasta escandalosas. Por eso el Señor, refiriéndose<br />

a su glorificación, añadió: «¿Qué diríais si vierais al Hijo del hombre<br />

subir al lugar donde estaba anteriormente?» (Jn 6, 62).<br />

El resucitado, en el pan celestial que da la vida, nos otorga una<br />

prenda segura de la futura resurrección, y al mismo tiempo nos infunde<br />

la confianza victoriosa de que en todas las dificultades y peligros<br />

que se opongan a nuestra salvación resistiremos y triunfaremos.<br />

Podemos confiar incluso que, viviendo el resucitado en nosotros, haremos<br />

de nuestra vida un testimonio y un signo eficaz de su victoria.<br />

Por medio de la eucaristía también su resurrección debe ser en nosotros<br />

y por medio de nosotros un acontecimiento salvífico en favor<br />

de nuestro prójimo.<br />

Nadie puede sucumbir a un derrotismo tanto en la pastoral como<br />

en la propia vida espiritual. Significaría una lamentable y peligrosa<br />

contradicción del ánimo con que se debe celebrar la eucaristía, e iría<br />

contra el entusiasmo que esa celebración esencialmente provoca en<br />

el alma como decisión por el Kyrios, por el Señor glorificado. Si<br />

vaciados totalmente de nosotros mismos nos entregamos completamente<br />

al. resucitado y vivimos unidos íntimamente con Él, hemos de<br />

sentirnos llenos de la misma confianza del apóstol: «Todo lo puedo<br />

en el que me conforta» (Flp 4, 13). «Tan gran confianza tenemos<br />

delante de Dios por medio de Cristo Jesús. No es que nosotros mismos<br />

nos sintamos por nuestras solas fuerzas capaces de algo. Todo<br />

nuestro poder viene de Dios» (2 Cor 3, 4s).

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