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LA NUEVA EN LOS SACRAMENTOS

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118 Dones y deberes de la confirmación<br />

La salvación en Cristo no termina en la vida de la gracia, la<br />

cual es ya algo imperecedero, pues nada en el mundo la puede destruir,<br />

con tal que nosotros permanezcamos fuertemente unidos con<br />

Cristo. Pero hay más: Cristo nos libró además de la ley de aquella<br />

muerte que entró en el mundo por el pecado de Adán. Desde entonces<br />

todos quedamos sometidos a la ley de la muerte como un<br />

castigo por haber pecado. La muerte impuesta a Adán fue la consecuencia<br />

de su loca pretensión de alcanzar la ciencia y la altura de<br />

Dios con sus propias fuerzas. Una humanidad angustiada ante la<br />

muerte es una humanidad que no ha querido comprender su existencia<br />

como un don recibido humilde y agradecidamente de la -mano<br />

del Dios de la vida.<br />

La muerte de Cristo es de muy distinta naturaleza. Cierto que<br />

en el huerto de los olivos tuvo Jesucristo que soportar la angustia<br />

ante la muerte, y en la cruz brotó de su corazón la oración del supremo<br />

desamparo. Pero sus últimas palabras: «Padre, en tus manos<br />

encomiendo mi alma», son expresión de confianza filial, de generosa<br />

obediencia y de rendido amor. La resurrección pone de manifiesto<br />

ante los ojos de todos los creyentes que esa obediencia hasta la<br />

muerte lleva en sí la vida, a diferencia de la desobediencia de Adán<br />

que fue un intento esencialmente marcado con el sello de la muerte.<br />

La «ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús» nos llena de celestial<br />

sabiduría, aquella que por tan distinto camino buscaba Adán.<br />

Esa ley nos hace experimentar efectivamente que la entrega perfecta<br />

a Dios significa vida para nosotros. El cristiano que no se parapeta<br />

en el refugio del mínimo legal para resistir la voz imperiosa y urgente<br />

de la gracia, sino que se entrega con una disponibilidad sin reservas<br />

al dominio del Espíritu, a la dirección de la gracia, ya no tiene<br />

por qué temer aquella muerte que pesa sobre el mundo a partir<br />

de la desobediencia de Adán. Pues en la medida en que se deje<br />

guiar del Espíritu, se irá preparando para otra muerte semejante a la<br />

de Cristo y que lleva, como la de Él, en la obediencia la vida.<br />

Con razón hablaba san Francisco de «la hermana muerte». El<br />

que está libre de la ley del pecado y no busca en todo más que dar<br />

gusto a Dios, ve en la muerte la gran posibilidad de entregarse amorosa,<br />

confiada y obedientemente en las manos de Dios. Una muerte<br />

así lleva en sí misma toda la vida. Es la última expresión de la verdadera<br />

libertad.<br />

Libres de la ley de la muerte 119<br />

Es necesario insistir en que esta alegre noticia: «Estáis libres de<br />

la ley del pecado y de la muerte» supone siempre una condición<br />

imprescindible: «Con tal que os dejéis guiar del Espíritu» (Gal 5, 18;<br />

Rom 8, 14). Mientras el cristiano vive trampeando, traficando con<br />

Dios: «¿Hasta qué punto me obliga bajo pecado esta ley de la gracia?»,<br />

o como recientemente decía alguno: «¿Hasta qué punto puedo<br />

resistir a la gracia del Espíritu Santo sin pecar?», tendrá en el trasfondo<br />

del alma el aguijón de la muerte; mientras se conserve algo<br />

de propia voluntad, también vivirá el cristiano bajo la angustia de la<br />

muerte. Está en peligro continuo de caer nuevamente bajo la «ley<br />

de la muerte» que pesó sobre Adán. El que no quiere orientarse<br />

fundamentalmente según la gracia que opera en el interior y según<br />

las disposiciones de la divina providencia, se irá cerrando más y más<br />

a la acción del Espíritu Santo, y no participará de la virtud transformante<br />

de la muerte y resurrección de Cristo. Quedará siempre en<br />

una fase imperfecta, bajo la ley. No alcanzará la madurez en Cristo,<br />

y estará expuesto al peligro supremo de convertirse en un sin-ley o<br />

de poner la ley al servicio de su egoísmo. En todo caso, para ése<br />

sigue pesando con toda su trágica fuerza la ley de la muerte.<br />

Quien, mediante la entrega total de sí a la «ley del Espíritu»,<br />

está muerto a sí mismo, puede mirar tranquilo a sus postrimerías y<br />

desafiarlas jubilosamente: «Muerte, ¿dónde está tu aguijón? El aguijón<br />

de la muerte es el pecado; y el poder del pecado está en la ley»<br />

(1 Cor 15, 54ss).<br />

¡Envía tu Espíritu y renueva la faz de la tierra! Oh Dios, tú instruyes<br />

los corazones de los fieles enseñándoles tu ley por medio del<br />

Espíritu Santo, Espíritu de verdad y de amor. Haz, te pedimos, que<br />

encontremos gusto en todo lo que a tus ojos es bueno, y ayúdanos<br />

a realizar alegres lo que conocemos ser tu voluntad. Por medio de<br />

Jesucristo, tu Hijo, que contigo vive y reina en unión del misino Espíritu<br />

Santo, Dios por todos los siglos. Amén.

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