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LA NUEVA EN LOS SACRAMENTOS

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274<br />

Nuevo sentido de la muerte<br />

en las molestias de la enfermedad. Pero en todo rigor el término<br />

usado por el autor griego (aáazi, salvar) ha de entenderse de la<br />

salvación en su sentido más pleno, igual que el término traducido en<br />

la Vulgata por «alivio» (eyepsi) en su sentido técnico dentro de la<br />

Biblia equivale propiamente a «resucitar», «despertar», sentido que<br />

corresponde perfectamente con el contexto: «le resucitará el Señor»<br />

(en griego, el Kyrios, es decir, según la precisión técnica, «el Señor<br />

glorificado»; cf. Sant 5, 15). Esta esperanza en la resurrección corporal<br />

se expresa sacramentalmente y con intención inequívoca en<br />

la administración del viático: «El que come mi carne y bebe mi<br />

sangre, tiene la vida eterna, y yo le resucitaré en el último día»<br />

(Jn 6, 54).<br />

Los sacramentos de los agonizantes ofrecen al cristiano la gran<br />

oportunidad de dar su sí definitivo a su solidaridad con la pasión de<br />

Cristo, en virtud de la cual se hace una misma cosa con el resucitado.<br />

El misterio pascual nos asocia con Cristo en una admirable<br />

comunión de destino, de muerte y vida. Por eso la muerte impulsa<br />

al cristiano a alzar confiadamente los ojos hacia su «morada celestial,<br />

desde la cual esperamos al Señor Jesucristo, nuestro Salvador,<br />

el cual llenará de gloria nuestro miserable cuerpo haciéndolo semejante<br />

a su cuerpo glorioso en virtud del mismo poder por el que<br />

todas las cosas están sometidas a Él» (Flp 3, 20s).<br />

Ningún consuelo mayor que la certeza de esta fe. Y el que a la<br />

hora final conserve lúcido el sentido para meditar tan venturosos<br />

misterios, verá en el sacramento el más puro «aceite de consuelo y<br />

gozo» (oleum consolationis et exultationis): «Qué grande alegría<br />

sentí cuando me dijeron: Vamos a la casa del Señor» (Sal 121, 1).<br />

El fiel escucha las palabras consoladoras'de la promesa que el<br />

Señor no puede dejar sin cumplir: «En la casa de mi Padre hay<br />

muchas moradas. Aunque ahora marcho, voy a prepararos un lugar,<br />

pero volveré para llevaros conmigo, pues quiero que también vosotros<br />

estéis donde estoy yo» (Jn 14, 2s).<br />

Toda esta dicha que esperamos, pues nos la ha prometido el<br />

Señor, nos hace volver a la pregunta de siempre: ¿Cuál será mi<br />

muerte? ¿Será tránsito dichoso hacia el amado, o será sentencia de<br />

condenación eterna? Ciertamente, será tránsito dichoso si en este<br />

momento y siempre doy un sí incondicional a la gracia.<br />

La muerte es la puerta de la eternidad. La muerte nos pone bajo<br />

¿Cuál será mi muerte? 275<br />

la mirada omnisciente de Dios. Del otro lado ya no es posible el<br />

error, nuestra conciencia ya no podrá engañarse ni mentirse a sí<br />

misma. Y lo que para muchos de nuestros contemporáneos será<br />

peor: del otro lado ya no hay evasión posible, no habrá ni trabajo<br />

ni distracción posible con que amortiguar la voz de la conciencia.<br />

Nos enfrentaremos con el veredicto de nuestra conciencia, contemplaremos<br />

el estado de nuestra alma a la luz del juicio de Dios. ¿Qué<br />

fallo me dará en aquel momento mi conciencia? ¿Me comunicará la<br />

gran noticia: Estás salvado? Puedo esperarlo con una confianza tan<br />

fuerte como Dios mismo. Cristo nos saldrá al encuentro: «¡Adelante,<br />

siervo bueno y fiel! Pasa a gozar de tu Señor» (Mt 25, 21). «¡Dichosos<br />

aquellos servidores que a su vuelta encuentre el Señor vigilantes!<br />

Yo os aseguro que el mismo amo se ceñirá sus vestidos, les sentará<br />

a la mesa y se pondrá a servirles, atento a satisfacer todos sus deseos»<br />

(Le 12, 37).<br />

Un anciano sacerdote solía decir: «Aunque en el juicio me dijera<br />

el Señor: cien años de purgatorio, aun entonces lanzaría un grito de<br />

alegría: Estoy salvado.» Pero Dios va más lejos: llevado de su amor<br />

infinito, quiere que en la hora de nuestra muerte nos hallemos maduros<br />

«por su bondadosa misericordia», tan perfectos en nuestra<br />

obediencia, que sin pasar por el trance doloroso del purgatorio logremos<br />

inmediato acceso al paraíso.<br />

¡Qué felicidad la de ser admitidos en la santa compañía de todos<br />

los bienaventurados que ya aman a Dios! Nos estará esperando el<br />

mismo Dios uno y trino, que nos creó para aquella dicha, para participar<br />

eternamente del gozo de su amor bienaventurado. Nos aguardará<br />

nuestro Señor y Redentor que nos redimió con el precio inestimable<br />

de su sangre. Nos esperará su madre y nuestra madre, la<br />

diaconisa de nuestra salvación, el refugio de los pecadores. Nos esperarán<br />

también los coros de los ángeles, la inmensa multitud de todos<br />

los santos, sobre todo aquellos que nos precedieron en la señal de<br />

la fe y que nos mostraron la senda hacia el cielo con el ejemplo de su<br />

caridad. Todos repetirán el mismo grito de júbilo: «¡Salvados!»<br />

Con qué gusto daríamos todas las cosas de aquí abajo con tal<br />

de asegurar el éxito de aquel juicio. Por parte de Dios estamos seguros<br />

que no quedará. Pero hemos de preguntarnos con toda seriedad:<br />

¿quién me asegura que no falta nada por mi parte? Este santo temor<br />

es muy saludable, pues nuestra experiencia abunda en múltiples re-

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