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LA NUEVA EN LOS SACRAMENTOS

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38 Sacramento y oración<br />

Janzarse en brazos maternos? ¿Qué tiene de nuevo eí que un niño<br />

forme sus primeras palabras y haga oír por primera vez su «papá»,<br />

«mamá»? Preguntádselo al padre y a la madre. Solamente ellos pueden<br />

decirnos todo lo que ese balbuceo medio inteligible representa.<br />

Es todo un acontecimiento en su vida.<br />

¿Qué grandes cosas podemos decir a Dios en nuestras plegarias<br />

nosotros, hombres pequeñitos y simples? ¡Tan torpes como somos!<br />

Pues, sin embargo, el día en que nos lanzamos a hablar filialmente<br />

con Dios es todo un acontecimiento en los cielos. Porque nuestra<br />

pobre oración es la respuesta a la palabra vivificante de Dios, en la<br />

cual nos ha dado nombre de hijos y nos ha revelado su nombre de<br />

Padre. De esta forma nuestra respuesta participa de la sublimidad<br />

de la palabra divina con que Dios nos interpela. Cuando rezamos<br />

«en nombre de Cristo», unidos con Él y plenamente confiados en<br />

Él, cuando rezamos en virtud de su Espíritu, sentimos claramente<br />

que «el mismo Padre nos quiere» (cf. Jn 16, 27).<br />

Hay quien objeta: «Dios no tiene necesidad de nuestras palabras.»<br />

¿No fue Cristo quien dijo: «Antes de que pidáis, conoce ya<br />

vuestro Padre lo que necesitáis» (Mt 6, 8)? Es verdad: Dios no necesita<br />

nuestro miserable balbuceo. Ni siquiera necesita nuestro amor,<br />

pues aun sin nosotros es infinitamente dichoso en el júbilo eterno<br />

de su amor trinitario. Pero Dios se ha manifestado a nosotros como<br />

el gran enamorado, y quiere que tomemos parte en la fiesta de su<br />

amor bienaventurado. El amor quiere ser amado. Todos los misterios<br />

salvíficos de la vida de Cristo, actualizados maravillosamente en<br />

los sacramentos, nos dan esta confianza segura: Dios desea nuestro<br />

amor y quiere y acepta las filiales palabras con que se lo manifestamos.<br />

La oración de súplica<br />

La oración confiada por la que pedimos cuanto necesitamos es<br />

honrosa para Dios, nuestro Señor y nuestro Padre, pues corresponde<br />

a los designios amorosos que nos manifestó en Cristo. Nuestra confianza<br />

será tanto mayor cuanto más viva sea en nosotros la conciencia<br />

del gran honor que Dios nos concede al llamarnos personal<br />

y amorosamente en los sacramentos. ¿Cómo podría Dios negarnos<br />

algo necesario a nuestra salvación, después que Cristo se ofreció<br />

Cordialmente hacia el Padre 39<br />

por nosotros al Padre para hacernos partícipes de su misma vida?<br />

Llevamos el nombre de Cristo, somos — nos lo asegura sobre todo<br />

la celebración de la santa eucaristía — «carne de su carne»: rezamos<br />

en nombre de Cristo. Nuestra súplica, nacida y fundada en los<br />

«sacramentos de la fe», no puede quedar «fluctuante entre dudas»<br />

(Sant 1, 6).<br />

El Padre nos lo ha dado todo en Cristo Jesús. Por eso nuestras<br />

peticiones «en nombre de Cristo» son una incesante alabanza de su<br />

bondad paternal.<br />

No está muy lejos aún el tiempo en que para algunos «el Cristo<br />

de la liturgia» era ante todo un Cristo cultual, sin lugar por tanto<br />

para la oración de petición. Es un gran error. Dios glorifica su nombre<br />

y su bondad de Padre mediante los dones que nos concede;<br />

y nosotros tenemos un medio excelente de dar gloria a Dios reconociendo<br />

humildemente que todo ha de venirnos de Él y entregándonos<br />

con inquebrantable confianza en su bondad paternal. La plegaria<br />

perseverante es la mejor expresión de esa humildad y confianza. La<br />

oración de petición, que tiene en la liturgia su fuente y su modelo,<br />

es en realidad un Magníficat entonado sin descanso por la Iglesia,<br />

humilde esposa de Cristo, y por todos los que son hijos suyos de<br />

verdad: «A los hambrientos colmó de bienes. Los que presumen<br />

de ricos, se van con las manos vacías» (Le 1, 53).<br />

Las súplicas del apóstol de las gentes, del mismo modo que nos<br />

anuncian con tanta fuerza el misterio sacramental de nuestra vida<br />

«en Cristo Jesús», son auténticos himnos a Dios. O cuando menos,<br />

desembocan siempre en un himno al «Padre de nuestro Señor Jesucristo,<br />

Padre misericordioso y Dios de todo consuelo» (2 Cor 1, 3).<br />

Nuestros himnos, nuestra oración de adoración y alabanza, resuenan<br />

con falsa armonía cuando la oración de petición no mantiene<br />

despierta en nosotros la conciencia de que por nosotros mismos somos<br />

nada, y menos que nada: somos pecadores dignos de castigo,<br />

pero Dios nos lo ha concedido todo en su amadísimo Hijo. Sin embargo,<br />

tampoco se puede perder de vista el otro lado de la verdad:<br />

nuestra oración cristiana de petición brota de los sacramentos; nuestra<br />

firmísima confianza de que el Padre nos ama se apoya en que,<br />

congregados «en el nombre de Jesús», rezamos en su nombre. Por<br />

eso, la oración de petición es también oración cultual, oración de<br />

alabanza. Esa oración de súplica tiende a desarrollar en nosotros las

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