LA NUEVA EN LOS SACRAMENTOS
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48 Sacramento y oración<br />
Cuanto Dios me envía es palabra y mensaje para mí. Pero solamente<br />
el corazón que reza, solamente el hombre dispuesto a responder<br />
en cada momento a la llamada del amor, puede reconocer<br />
o al menos atisbar en todo un designio amoroso de Dios. Somos<br />
rezadores en auténtico sentido cristiano, únicamente cuando, según<br />
hemos meditado, miramos las cosas con ojos de hombre sacramental,<br />
es decir, lo vemos todo a partir de la voz poderosamente eficaz<br />
de Dios y nos esforzamos por penetrar humilde y agradecidamente<br />
en su palabra. En los sacramentos nos llama Dios con nombre de<br />
hijos. Así pues, sólo de los sacramentos puede venirnos la fuerza<br />
para levantar toda nuestra vida en una respuesta filial.<br />
En los sacramentos santifica Dios toda nuestra existencia: con<br />
cuanto somos y tenemos, nos invita a penetrar en el círculo santo<br />
y santificante de su amor eficaz. En los sacramentos nos abre las<br />
riquezas de su amor y de sus amorosos designios, en una medida<br />
siempre renovada y siempre distinta, según la naturaleza de cada<br />
sacramento. De tal forma que toda nuestra vida está consagrada,<br />
con sello fuerte e imborrable, a las exigencias del amor de Dios.<br />
Podemos, pues, y debemos abrirnos totalmente a Dios. Es preciso<br />
responder al amor de Dios con todo nuestro ser. En marcha hacia<br />
el cielo, hacia aquel diálogo eterno de amor, hay que entrar en el<br />
espacio santo de la oración con todo nuestro equipaje terreno: sólo<br />
así dejará de ser un estorbo y se convertirá en ayuda para nuestro<br />
encuentro con Dios.<br />
Hemos visto cómo la oración vocal hecha mecánicamente es un<br />
peligro para la oración auténtica. Ésta tropieza a veces también<br />
con otra gran amenaza: la de dejar más o menos al margen a Dios<br />
y su Palabra. Hay peligro o de concebir la oración al modo de una<br />
obra puramente humana o de escogerse cada uno sus propios temas.<br />
En la línea de su estructura sacramental, la oración no será<br />
perfecta sino cuando nosotros atendemos sobre todo a lo que Dios<br />
nos dice y nos esforzamos en dar la respuesta adecuada. La auténtica<br />
piedad sacramental preserva nuestra oración de toda arbitrariedad,<br />
le impide degenerar en una conversación a solas consigo<br />
mismo, y no permite al hombre presentarse ante Dios irrespetuosamente<br />
para hacer valer los propios caprichos. Los sacramentos de la<br />
fe exigen de nosotros una meditación continua de las maravillas<br />
obradas por Dios en nosotros y de sus inagotables riquezas tal como<br />
Aprendiendo la oración del cielo 49<br />
se manifiestan incesantemente en la operación de su gracia a través<br />
de los sacramentos. Y siendo los sacramentos de la fe sacramentos<br />
de la nueva ley, también las «maravillas de la ley divina», mirabilia<br />
legis (Sal 118, 18), se nos abren una vez que hemos penetrado amorosamente<br />
en la acción de Dios: comprendemos la sublime grandeza<br />
de la ley de Dios, nuestro creador, redentor y santificador.<br />
Así pues, los sacramentos no sólo nos hacen sentirnos seguros<br />
de que Dios está efectivamente ante nosotros llamándonos con su<br />
gracia, haciéndonos felices con su compañía e invitándonos a adorarle<br />
al verle tan cerca, sino que además nos permiten comprender<br />
mejor su palabra. Los sacramentos hacen que nuestra respuesta sea<br />
totalmente personal y al mismo tiempo que sea la respuesta a Dios<br />
debida, es decir, la respuesta conforme a lo que Dios nos da y a lo<br />
que de nosotros espera.<br />
La oración continua, continua en la medida en que nos es posible<br />
durante nuestra peregrinación hacia el júbilo eterno de la oración<br />
celestial, significa hacer de toda nuestra vida una respuesta a la<br />
palabra que Dios nos dirige en los sacramentos y en todos los sucesos<br />
dispuestos por su providencia.<br />
El hombre sacramental, aunque muy en la tierra, está ya totalmente<br />
volcado hacia el cielo. Estamos en marcha, y tenemos que fijarnos<br />
con toda atención en los pasos que a cada momento de nuestra<br />
peregrinación hemos de dar. Sin embargo, ya durante la marcha<br />
nos asomamos mediante los sacramentos a la liturgia celestial. A la<br />
luz del diálogo sacramental, todas las cosas terrenas y todos los<br />
acontecimientos de la vida parecen los escalones de una nueva escala<br />
de Jacob: vemos cómo en todo tiempo está Dios pendiente de<br />
nosotros para conducirnos al cielo.<br />
Mas el camino hacia la eterna oración del cielo nos impone frecuentemente<br />
duras batallas. Por eso necesitamos fortalecernos en los<br />
festines nupciales de la santa liturgia, en los que podemos unir<br />
nuestra voz al canto jubiloso de los coros angélicos. Necesitamos<br />
también las horas tranquilas, o mejor los muchos momentos de<br />
tranquila oración interior. Sólo así vuelve a brillar nuevamente el<br />
cielo, y todo se torna en un amante «Abba, padre amado», en «el<br />
nombre de Jesús».<br />
Madeleine Sémer, que comprendió el grito angustiado de su hijo<br />
pidiendo el consuelo de la oración, halló luego el camino hacia la