LA NUEVA EN LOS SACRAMENTOS
LA NUEVA EN LOS SACRAMENTOS
LA NUEVA EN LOS SACRAMENTOS
Create successful ePaper yourself
Turn your PDF publications into a flip-book with our unique Google optimized e-Paper software.
294 La abnegación impuesta por los sacramentos<br />
dad mesiánica, replica ahora: «Eso no puede suceder.» Y aun<br />
cuando el Maestro le corrige severamente aquel entusiasmo: «Apártate<br />
de mí, enemigo», el apóstol sigue interiormente aferrado a su<br />
protesta. Prueba de que la fe en el sufrimiento y en la extrema renuncia<br />
por que debía pasar el Maestro, no habían echado raíces en<br />
el alma del apóstol, la tenemos en su reacción en el huerto cuando<br />
saca la espada para defenderle (Mt 26, 51). Y precisamente porque<br />
en el fondo de su corazón no quería saber nada de aquel Cristo de<br />
oprobio y dolores, fue capaz de afirmar a la vista de su Señor cubierto<br />
de salivazos: «No le conozco» (Me 14, 71).<br />
Nosotros estamos ya tan hechos a la idea de que Cristo tenía<br />
que padecer por nosotros que la meditación de sus sufrimientos no<br />
nos impide la fe en su divinidad. Quizá para muchos fuera mejor<br />
que esta verdad no se repitiera tanto, a ver si de este modo se conmovía<br />
su falsa seguridad. Hoy ya nos parece casi normal que el<br />
Señor se ofrezca a padecer en lugar de los esclavos. Solamente nos<br />
revolvemos cuando el Señor traza para nosotros el mismo camino<br />
que escogió para sí: «El que esté dispuesto a seguirme, que se niegue<br />
a sí mismo, que tome todos los días su cruz y que me siga»<br />
(Le 9, 23).<br />
Esto ha de quedar absolutamente claro: si hemos dado noblemente<br />
nuestro sí al Cristo clavado en la cruz, al Cristo abrazado con<br />
la extrema pobreza y con la más radical obediencia, hemos de dar<br />
también un sí incondicional a esta lógica consecuencia: como discípulos<br />
suyos hemos de someternos a la misma ley que el Maestro.<br />
Esto fue lo que comprendió Pedro cuando se encontró con la mirada<br />
triste y amorosa de Cristo y cuando sintió que el Espíritu Santo<br />
cambiaba su alma: «Cristo quiso padecer por vosotros y os ha dejado<br />
un ejemplo a fin de que sigáis sus huellas» (1 Pe 2. 21). «Queridos<br />
míos, no extrañéis el incendio que ruge en medio de vosotros<br />
como si fuese algo anormal. Alegraos, más bien, pues os cabe en<br />
suerte participar de la pasión de Cristo, a fin de que un día en la<br />
revelación de su gloria podáis alegraros sin fin. Si ahora por fidelidad<br />
al nombre de Cristo sufrís tales oprobios, sois dichosos en<br />
verdad, porque el Espíritu de la gloria, el Espíritu de Dios reposa<br />
sobre vosotros» (1 Pe 4, 12-14).<br />
El Señor no ha querido enseñarnos sólo de palabra la ley de<br />
la abnegación. La ha querido grabar en nuestros corazones con la<br />
El bautismo y la mortificación 295<br />
escritura a fuego vivo del Espíritu Santo: por medio de los sacramentos<br />
nos hace participar del misterio de nuestra redención, nos<br />
introduce en el misterio de su pasión y por tanto también de su<br />
gloria. Todos los sacramentos, juntamente con la gracia, nos dan<br />
algo más: nos imponen el deber urgente de la abnegación de nosotros<br />
mismos, de la mortificación de nuestra carne; cada sacramento<br />
de una forma y con un matiz particular.<br />
EL BAUTISMO Y <strong>LA</strong> MORTIFICACIÓN<br />
El bautismo significa un «morir juntamente con Cristo» (Rom<br />
6, 8). La medida de este morir con Cristo, es decir, de la mortificación<br />
de nuestros apetitos y afectos, es también la medida de nuestra<br />
«participación en la vida de Cristo» (Rom 6, 8). Como bautizados<br />
tenemos dos títulos que nos impulsan a esta guerra de vida o muerte<br />
contra las «obras de la carne» o, lo que es lo mismo, contra el hombre<br />
viejo, contra nuestro egoísmo y nuestro endiosamiento que no<br />
sólo domina nuestra vida particular sino también el ambiente en<br />
que nos movemos. Hemos de combatir contra este enemigo capital<br />
del reino de Cristo, primeramente porque estamos en todo momento<br />
expuestos a la tentación de recaer en ese género de vida que debió<br />
acabar en nuestro bautismo. Cristo nos ha dado la fuerza para triunfar<br />
de este peligro. Hemos de salir al campo de batalla conscientes<br />
de que no peleamos solos; peleamos con Cristo contra su mayor y<br />
constante enemigo, ya que—y ésta es la segunda razón — por el<br />
bautismo estamos interiormente hechos una misma cosa con Cristo.<br />
Se trata, pues, de la guerra de Cristo y nosotros salimos al campo<br />
de batalla en santa y misteriosa solidaridad con nuestra Cabeza y con<br />
todos nuestros prójimos.<br />
Es lucha a vida o muerte contra los apetitos del hombre viejo.<br />
El pecado de Adán ha traído la muerte al mundo. Ese pecado funesto<br />
sigue actuando como principio del mal en todos aquellos que<br />
se dejan vencer por el pecado. Cristo quiso lanzarse al combate<br />
contra este enemigo y le venció a costa de su vida y de la última<br />
gota de su preciosa sangre. A costa de tan caro precio venció Cristo<br />
al pecado y a la muerte. Nuestra lucha contra los apetitos torcidos<br />
ha de seguir esta suerte; no es posible contemporizar. Nos lo dice