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LA NUEVA EN LOS SACRAMENTOS

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308 La abnegación impuesta por los sacramentos<br />

de los enfermos, por el cual logra su plenitud nuestra disposición<br />

interior de aceptar el dolor y la muerte como ofrenda y oblación a<br />

Dios en unión del sacrificio expiatorio de Cristo.<br />

Solamente el que día tras día ha sacado de la celebración del sacrificio<br />

de Cristo, que es el sacrificio de la cruz renovado en la santa<br />

misa, la consecuencia de que también la mortificación, la continua<br />

abnegación, ha de ser ley fundamental de su vida, podrá esperar que<br />

su muerte alcance todo el valor del misterio cristiano. Pretender<br />

que el último acto de nuestra vida desembocase en ese santo y consolador<br />

misterio de la muerte en unión con Cristo, el crucificado y<br />

resucitado, después de una vida por derrotero distinto del de Cristo,<br />

sería una ilusión engañosa.<br />

Conscientes de la imperfección de nuestra abnegación, hemos de<br />

rezar continuamente para pedir a Dios que antes de la muerte, antes<br />

de la recepción de los sacramentos de los agonizantes, nos conceda<br />

como gracia particularísima el poder salvar todas las omisiones en<br />

materia de mortificación. El sacramento de la unción de los enfermos<br />

purificará todos nuestros sentidos, nuestro corazón y nuestra<br />

voluntad. Nos preparará a desligarnos de todas las ataduras terrenas<br />

y a realizar nuestra entrega definitiva en las manos de Dios. Este<br />

sacramento renovará en nosotros la ley básica de nuestro bautismo:<br />

«Nos hemos asimilado a Cristo mediante una muerte semejante a la<br />

suya, y luego nos uniremos con Él por su resurrección» (Rom 6, 5).<br />

Pero el sacramento de la unción de los enfermos normalmente no<br />

suplirá la penitencia que nosotros dejamos de hacer; su fin es poner<br />

la última perfección, la perfección que sólo de lo alto cabe esperar,<br />

a una vida animada de espíritu de penitencia. La gracia de este sacramento<br />

será la coronación de todos nuestros frutos de penitencia.<br />

Nos lo enseña el concilio de Trento: «Los padres vieron en el sacramento<br />

de la santa unción no solamente el remate del sacramento<br />

de la penitencia, sino también la coronación de toda la vida cristiana,<br />

que ha de ser una práctica constante de mortificación nacida del espíritu<br />

de penitencia» 2 .<br />

2. Dz 907.<br />

<strong>LA</strong> MORTIFICACIÓN COMO MISTERIO DE SALVACIÓN<br />

Los sacramentos tienden todos, cada uno a su estilo, a hacer realidad<br />

la consigna del apóstol: «Los que son de Cristo, han crucificado<br />

su carne con sus apetitos y concupiscencias» (Gal 5, 24). Así<br />

pues, en la virtud cristiana de la mortificación se busca una cima que<br />

supera con mucho el ideal puramente moral del dominio propio, de<br />

la templanza y moderación, ideal que, sin embargo, no se excluye<br />

sino que se presupone. En la virtud cristiana de la mortificación se<br />

trata nada menos que de la asimilación del cristiano con Cristo paciente<br />

y ofrecido en expiación por los pecados del mundo.<br />

El cristiano, que espera en la resurrección de su cuerpo,, no comparte<br />

en modo alguno el odio al cuerpo profesado por los gnósticos<br />

ni el desprecio de los sentimientos, como hacían los estoicos. Tampoco<br />

tiene nada que ver con los intentos budistas de evadirse a un<br />

paraíso espiritual huyendo de todo lo corpóreo y de toda la creación<br />

visible. Y con todo, la renuncia cristiana es mucho más radical que<br />

todas esas doctrinas filosófico-religiosas; pues únicamente pretende<br />

dominar las tendencias torcidas de una naturaleza «carnal» el cristiano<br />

a quien la gracia señala metas aparentemente inaccesibles. Solamente<br />

el cristiano sabe hasta qué extremos puede hundirse el hombre<br />

dejado a sí solo, el hombre «caído». Solamente el cristiano sabe<br />

que no lucha únicamente contra las torpes inclinaciones de su yo<br />

corrompido, sino que lucha contra fuerzas de naturaleza superior,<br />

contra las «potencias cósmicas de las tinieblas». Y, en fin, solamente<br />

el cristiano es consciente de su comunidad con la pasión de Cristo y<br />

solamente él reconoce la gracia y el deber que le vienen de los sacramentos.<br />

Este misterio consecratorio de la vida cristiana como vida para<br />

el dolor y la muerte, se extiende a todo el hombre. Pero es preciso<br />

empezar siempre por el corazón, que es por donde arranca la conversión.<br />

Si queremos que nuestros sentidos y nuestra voluntad nos<br />

estén siempre sumisos, hemos de examinar los movimientos más íntimos<br />

de nuestro corazón a la luz del corazón del Salvador traspasado<br />

por nosotros a fin de purificarnos en su amor. A esa luz comprenderemos<br />

más claramente la verdad de que nuestro peor enemigo no es<br />

tanto el apetito carnal como el orgullo espiritual. Y a este enemigo

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