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IZTA, el cruce de los caminos - Jules Falquet

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cargo <strong>de</strong> una escu<strong>el</strong>ita, pero cada verano nos traían aquí a ver a<br />

mis abu<strong>el</strong>os. ¡Fueron <strong>los</strong> mejores momentos <strong>de</strong> mi infancia!… No<br />

me acuerdo bien <strong>de</strong> mi abu<strong>el</strong>o, era <strong>de</strong>masiado pequeña cuando él<br />

murió. ¡Pero <strong>el</strong>la, <strong>el</strong>la!… Después <strong>de</strong> la muerte <strong>de</strong> su marido, se<br />

había vu<strong>el</strong>to curan<strong>de</strong>ra y la venían a buscar <strong>de</strong>s<strong>de</strong> muy lejos. Era<br />

misteriosa y muy sabia, hablaba un idioma que yo no entendía<br />

pero yo adoraba las tortillas calientitas recién salidas d<strong>el</strong> comal<br />

que para mí preparaba y, <strong>de</strong> vez en cuando, me llevaba a la<br />

montaña, <strong>el</strong>la y yo solas, para enseñarme sus secretos. Por <strong>el</strong>la<br />

estoy aquí ahora. Ya hace muchos años que se apagó su fogón y<br />

se enfrió su comal, pero yo sé que aún está aquí. A menudo vengo<br />

a hablar con <strong>el</strong>la, en <strong>los</strong> lugares a don<strong>de</strong> íbamos las dos. Al <strong>de</strong>cir<br />

estas últimas palabras, se dibuja en <strong>el</strong> rostro <strong>de</strong> Ixquic una dulzura<br />

nueva. Tu historia es muy bonita, dice Mica<strong>el</strong>a, me recuerda<br />

cosas. Ixquic sonríe: lo sé, Mica<strong>el</strong>a...<br />

Toda la montaña se encuentra por <strong>de</strong>bajo <strong>de</strong> su cuerpo,<br />

todo <strong>el</strong> ci<strong>el</strong>o por encima <strong>de</strong> <strong>el</strong>la. La luz es tan cruda que <strong>los</strong><br />

ojos claros <strong>de</strong> Gina parpa<strong>de</strong>an al seguir la carrera <strong>de</strong> las nubes.<br />

A su lado, Lorena canturrea a media voz, para sí, una m<strong>el</strong>odía<br />

triste y b<strong>el</strong>la. El viento, en lo alto, arrastra las masas blancas con<br />

fuerza, <strong>de</strong>shaciendo sin cesar las formas gigantescas que estira<br />

hasta la otra punta d<strong>el</strong> ci<strong>el</strong>o. Muy cerca, se balancea una hierba<br />

fi na, que Gina observa largamente, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> <strong>el</strong> extremo <strong>de</strong> su punta<br />

afi lada y como quemada, hasta <strong>el</strong> tallo liso y redondo que brilla<br />

bajo <strong>el</strong> sol. Progresivamente, se pier<strong>de</strong> en la contemplación, se<br />

<strong>de</strong>sliza hacia un estado <strong>de</strong> completa beatitud. Poco a poco, en<br />

su consciencia nace la sensación <strong>de</strong> una pulsación calmada y<br />

profunda que resuena en todo su ser. Gina extien<strong>de</strong> <strong>los</strong> brazos,<br />

las piernas, se pega al su<strong>el</strong>o lo más estrechamente posible y<br />

estira cada músculo <strong>de</strong>bajo <strong>de</strong> su pi<strong>el</strong> para sentir mejor toda la<br />

superfi cie <strong>de</strong> la piedra. Le parece que la montaña palpita, entera,<br />

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