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IZTA, el cruce de los caminos - Jules Falquet

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infi nita que le produce ebriedad, locura. Quisiera estar sola y<br />

<strong>de</strong>snuda con esa tensión, ese estremecimiento retenido que fl ota<br />

en la luz, que la inva<strong>de</strong>, que la levanta <strong>de</strong> la tierra. Vu<strong>el</strong>a sobre<br />

la senda, trás un llamado que la atrae, que la engulle cada vez<br />

más hacía a<strong>de</strong>ntro, más rápido, más profundo. Ja<strong>de</strong>a, la sangre<br />

martilla en sus sienes, <strong>el</strong> vértigo la empuja siempre más ad<strong>el</strong>ante.<br />

Sin quererlo, está corriendo. A la vu<strong>el</strong>ta <strong>de</strong> un enorme tronco, la<br />

hu<strong>el</strong>la se ensancha, <strong>el</strong> verdor se aclara <strong>de</strong> repente y se transforma<br />

en una luz cálida, dorada. Aparece un claro secreto, apenas una<br />

estrecha apertura entre las ramas que <strong>los</strong> rayos d<strong>el</strong> sol apartan.<br />

En medio, casi escondida <strong>de</strong>bajo <strong>de</strong> una piedra gran<strong>de</strong>, hay una<br />

fuente. Entre las hojas secas y las altas hierbas, una corona <strong>de</strong><br />

fl ores sin edad cubre una humil<strong>de</strong> cruz <strong>de</strong> ma<strong>de</strong>ra. Alguien <strong>de</strong>jó<br />

la ofrenda en su lugar, las cuatro mazorcas <strong>de</strong> maíz: la negra, la<br />

roja, la blanca y la amarilla. Gina se ha <strong>de</strong>tenido, apenas respira<br />

—pi<strong>de</strong> permiso para estar aquí. No sabe si avanzar. De repente,<br />

la <strong>de</strong>tiene un movimiento silencioso. Suavemente, una serpiente<br />

se <strong>de</strong>sliza sobre la piedra, como surgida <strong>de</strong> la fuente. Sus ojos se<br />

abren <strong>de</strong>sorbitadamente. Es d<strong>el</strong> grosor <strong>de</strong> su brazo, amarilla y<br />

negra, con ondulaciones tan suaves que se le eriza la pi<strong>el</strong>. Siente<br />

un temblar que se enraiza en su médula y <strong>de</strong> golpe baja a través <strong>de</strong><br />

<strong>el</strong>la hacia la tierra. Cae <strong>el</strong> silencio como un manto ensor<strong>de</strong>cedor,<br />

todo está inmóvil, la espera es tan <strong>de</strong>nsa que se podría palpar.<br />

Bruscamente, un v<strong>el</strong>o se <strong>de</strong>sgarra con un silbido seco. Es Ella,<br />

la Serpiente Emplumada, Quetzacóatl… La mira, intensamente,<br />

como si <strong>de</strong> esta manera pudiera retenerla, guardarla en la<br />

memoria <strong>de</strong> su cuerpo. Con las pestañas entrecerradas, adivina<br />

su forma verda<strong>de</strong>ra, inmensa, sus temibles colmil<strong>los</strong> corvos<br />

fi jados en una eterna sonrisa, sus pupilas <strong>de</strong> fuego escrutando<br />

<strong>los</strong> astros invisibles. Su lengua bífi da comulga con <strong>el</strong> aire en un<br />

movimiento sutil, tremendamente sensual. Gina se estremece <strong>de</strong><br />

la cabeza a <strong>los</strong> pies. Cuando Quetzacóatl <strong>de</strong>spliega sus alas, <strong>el</strong> sol<br />

ver<strong>de</strong>-azul <strong>de</strong> otro mundo estalla <strong>de</strong>s<strong>de</strong> <strong>el</strong> fondo <strong>de</strong> <strong>los</strong> tiempos.<br />

La luz hiere <strong>los</strong> ojos <strong>de</strong> Gina, la ciega mientras se oye algo<br />

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