IZTA, el cruce de los caminos - Jules Falquet
IZTA, el cruce de los caminos - Jules Falquet
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mancha oscura <strong>de</strong> hierbas quemadas. Lorena se para <strong>de</strong>trás <strong>de</strong><br />
<strong>el</strong>la: Suzana, <strong>de</strong>jáme abrazarte una vez más. Dejáme sentir bien<br />
tu cuerpo para no olvidarlo nunca… La sombra, <strong>de</strong>nsa aún, sonríe<br />
y la envu<strong>el</strong>ve lentamente. Es un mar cálido que la mece, una ola<br />
sin fi n que la sumerge. Lorena abre completamente <strong>los</strong> brazos<br />
para recibirla mejor, su cabeza se inclina hacia atrás. Susurra<br />
para sí: ¡Suzana!… Cuando vu<strong>el</strong>ve a abrir <strong>los</strong> ojos, las estr<strong>el</strong>las<br />
agujerean la bóveda negra como millares <strong>de</strong> alfi leres. Al lado <strong>de</strong><br />
la Osa Mayor ha aparecido una estr<strong>el</strong>la azul, con un brillo nuevo.<br />
Parpa<strong>de</strong>a como una cascada, titila como una risa familiar. Con <strong>los</strong><br />
brazos extendidos hacia <strong>el</strong> ci<strong>el</strong>o, Lorena le sonríe largo rato, luego<br />
empieza a reír a carcajadas y, <strong>de</strong> repente, como una niña salta para<br />
cogerla, corre para alcanzarla. Sin per<strong>de</strong>rla <strong>de</strong> vista un solo instante,<br />
se a<strong>de</strong>ntra en <strong>el</strong> sen<strong>de</strong>ro, atraviesa un bosquecito, un riacho seco,<br />
una parte herbosa y, <strong>de</strong>spués, otro riachu<strong>el</strong>o que canta solitario en<br />
la montaña; fi nalmente cae sentada, con la mirada aún clavada en<br />
<strong>el</strong> leve latir. Y luego, sin voltear la cabeza, se acuesta a sus anchas<br />
sobre <strong>el</strong> su<strong>el</strong>o frío, se acomoda, adhieriendose a la piedra, se enraiza<br />
y se <strong>de</strong>ja invadir por la oscuridad. En lo alto, las estr<strong>el</strong>las giran en<br />
una fi esta <strong>de</strong> luz, mientras <strong>el</strong>la se fun<strong>de</strong> en <strong>el</strong> canto <strong>de</strong> la noche.<br />
Después <strong>de</strong> un lapso <strong>de</strong> tiempo que no podría evaluar,<br />
aún arrodillada, entumecida, Mica<strong>el</strong>a vu<strong>el</strong>ve en sí. En <strong>el</strong> agua que<br />
continúa su curso d<strong>el</strong>ante <strong>de</strong> <strong>el</strong>la, cientos <strong>de</strong> estr<strong>el</strong>las cent<strong>el</strong>lean<br />
con un ruido cristalino. Dicen que cuando <strong>el</strong> alma se escapa d<strong>el</strong><br />
cuerpo, viaja hasta <strong>el</strong> ci<strong>el</strong>o y allá se vu<strong>el</strong>ve una lucecita más<br />
entre las otras. Todas aqu<strong>el</strong>las, todos aqu<strong>el</strong><strong>los</strong> que se fueron<br />
están allá, arriba <strong>de</strong> nosotras. Su respiración se apacigua, sus<br />
rasgos se r<strong>el</strong>ajan en la oscuridad. Con recogimiento, <strong>el</strong> corazón<br />
lavado, Mica<strong>el</strong>a extien<strong>de</strong> <strong>los</strong> brazos hacia <strong>el</strong> agua. Cuando su<br />
pi<strong>el</strong> alcanza la superfi cie fría, se estremece, luego <strong>los</strong> sumerge<br />
hasta <strong>los</strong> codos y entonces siente un contacto, unas manos<br />
fi rmes agarrando las suyas. Son unas manos pequeñas, fuertes<br />
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