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IZTA, el cruce de los caminos - Jules Falquet

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Pero Ixquic las apura: ya vamos llegando. Después d<strong>el</strong> corredor<br />

d<strong>el</strong> viento, empieza la zona sagrada. ¡Pasen ad<strong>el</strong>ante! Gina se<br />

hace a un lado, Mica<strong>el</strong>a la rebasa a paso uniforme, seguida por<br />

Lorena que, estoicamente, reacomoda su mochila. Frente a <strong>el</strong>las,<br />

comienza un espacio árido, rocoso, que se prolonga hacia arriba y<br />

luego se ensancha en una especie <strong>de</strong> plataforma entre dos valles.<br />

Esta visión <strong>de</strong>ja a Gina atónita: a la <strong>de</strong>recha, bien abajo, se divisa<br />

<strong>el</strong> valle <strong>de</strong> México, con sus líneas geométricas y todos <strong>los</strong> matices<br />

marrón y amarillo <strong>de</strong> las diferentes parc<strong>el</strong>as; a la izquierda, un<br />

inmenso llano ver<strong>de</strong> se abre hacia <strong>el</strong> horizonte. Arriba, las observa<br />

<strong>el</strong> ci<strong>el</strong>o infi nito, intensamente azul, cuya luz hiere sus ojos. Las<br />

nubes altas, <strong>de</strong> un blanco sin matiz, corren <strong>de</strong> un lado a otro,<br />

rodando y transformándose en fi guras movedizas, perpetuamente<br />

cambiantes. Gina se a<strong>de</strong>ntra en <strong>el</strong> <strong>de</strong>sfi la<strong>de</strong>ro, por la estrecha banda<br />

<strong>de</strong> tierra, sobre la ola inmóvil que separa <strong>los</strong> dos mundos. El viento<br />

la azota, <strong>el</strong> aire sopla con violencia, y cuando Gina siente la ráfaga<br />

más fuerte, estira <strong>los</strong> brazos, dirige la cara hacía lo lejos y a media<br />

voz, ebria <strong>de</strong> f<strong>el</strong>icidad, saluda a Ehecatl, <strong>el</strong> dios d<strong>el</strong> viento. D<strong>el</strong><br />

otro lado, Mica<strong>el</strong>a y Lorena se han instalado en una roca plana <strong>de</strong><br />

buenas proporciones, a don<strong>de</strong> <strong>el</strong>la las alcanza. Ahora contemplan a<br />

Ixquic, que a su vez, a pasos lentos, se acerca. A mitad <strong>de</strong> camino,<br />

con gesto teatral, se quita la camiseta y dice: cuando llego aquí,<br />

siempre hago lo que hacía mi abu<strong>el</strong>a, lo que hacían todas nuestras<br />

abu<strong>el</strong>as indígenas. Y con un placer nada disimulado, estira su<br />

torso <strong>de</strong>snudo bajo <strong>el</strong> po<strong>de</strong>roso aliento <strong>de</strong> Ehecatl. Mica<strong>el</strong>a no<br />

se inmuta, Lorena dice: tenés razón. Gina, intentando olvidar la<br />

vergüenza, imita su gesto, se pone <strong>de</strong> pie y se acerca a la orilla<br />

d<strong>el</strong> farallón. Durante largo rato, calladas, contemplan <strong>los</strong> valles<br />

lejanos, <strong>los</strong> campos minúscu<strong>los</strong> y las hierbas <strong>de</strong> la orilla que<br />

bailan bajo <strong>el</strong> viento, ver<strong>de</strong> claro arriba, ver<strong>de</strong> oscuro abajo.<br />

Luego Ixquic se va a sentar, al lado <strong>de</strong> Mica<strong>el</strong>a y Lorena, sobre<br />

la gran roca plana, y llama a Gina: ¡ven! Gina se acomoda en <strong>el</strong><br />

lugar que ha quedado libre entre Mica<strong>el</strong>a e Ixquic. Júntense bien,<br />

dice Ixquic, necesito abrigo. Hombro contra hombro, fl anco contra<br />

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