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Volume 1 - Número 8 - EDUEP - Uepb

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SocioPoética - <strong>Volume</strong> 1 | <strong>Número</strong> 8<br />

julho a dezembro de 2011<br />

Si el cuerpo y la palabra humanos son capaces de acoger la irrupción de un tú<br />

que se dice a través de ellos en su ocultamiento y exceso, ese mismo cuerpo y palabra<br />

pueden también volverse símbolos de ellos mismos, de su propio exceso y deseo de<br />

autotrascendencia. Se trata de una dimensión insoslayable de lo humano y que lo<br />

revela en cuanto sujeto de deseo y no sólo de necesidad. Sin embargo, esta dimensión<br />

del ser humano se ve empequeñecida cuando se absolutiza ante sí misma y se cierra<br />

a la posibilidad de acogida de la irrupción de la iniciativa imprevisible de un Tú que<br />

lo trasciende y lo arranca de sus propios deseos de infinitud, por legítimos que sean.<br />

En lenguaje bíblico esta capacidad de autotrascendencia del hombre que se celebra<br />

a ella misma es idolatría. Ella es fustigada fuertemente por los profetas en cuanto es<br />

expresión de una doble ceguera. Una ceguera teológica por cuanto el ídolo usurpa el<br />

lugar que conviene sólo al Dios vivo. Y una ceguera antropológica o de antropología<br />

teologal por decirlo así, pues la idolatría conlleva un estrechamiento de la capacidad<br />

de acogida y de definición ante un Tú insondable y desbordante. Dicho de otra<br />

manera, el fenómeno de la idolatría corresponde al reverso impaciente, por parte<br />

de la humanidad, de la experiencia de un Dios escondido y misterioso. No es tanto<br />

una negación frontal de Dios cuanto más bien una expresión a menudo desesperada<br />

del ser humano que atenazado por su propia finitud y por el exceso que lo habita,<br />

no soporta que Dios se presente en la fugacidad del tiempo como ausente y enigmático.<br />

Y en su lugar, se objetiva el propio deseo de infinitud en una figura, un motivo<br />

o incluso en una idea de Dios, en el fondo en “una figura que no vacile” (Is 40,20)<br />

mediante la cual pueda hacerse más llevadera “la insoportable levedad del ser”.<br />

La literatura contemporánea, en general, nos ha hecho particularmente sensible<br />

a la experiencia de la finitud y en ella, de la condición jadeante del hombre cuyo<br />

deseo responde a un impulso que lo catapulta a un siempre ir más allá de sí. Esta<br />

dinámica la encontramos retratada en el cuento porteño de Julio Cortázar, “Las<br />

puertas del cielo” que se encuentra en el libro Bestiario3. El abogado, el doctor<br />

Hardoy evoca el momento en que se entera de la muerte de su amiga Celina – cuyo<br />

nombre también tiene una connotación celestial-, bailarina de tangos y compañera<br />

de Mauro. Éste la había conocido en el Cabaret del griego Kasidis y por amor por<br />

Mauro, ella había abandonado progresivamente este oficio “conformándose con<br />

salir menos y ser de su casa 4 ”. Hardoy, por su parte, contempla a distancia y, a la<br />

vez, con admiración la manera valerosa como Mauro vive el duelo. Es precisamente<br />

el dolor de la ausencia de Celina la que hace a Mauro percibir hasta qué punto la<br />

lleva incrustada en su memoria y a Hardoy, por su parte, hilvanar los recuerdos que<br />

lo atan a ella. Y ambos para olvidar y vivir esta ausencia van juntos al cabaret Santa<br />

Fe Palace. Después de unos tragos, poco a poco, el lugar comienza a evocar inevitablemente<br />

a Celina: las mujeres casi enanas y achinadas, el compás de las milongas, la<br />

letra de los tangos: “Las trenzas de mi china las traigo en la maleta” y, sobre todo, la<br />

voz un poco ronca y sucia, de estilo canalla de la cantante Anita Lozano que termina<br />

3 Julio Cortázar, “Las puertas del cielo” en Cuentos Completos. Madrid: Alfaguara, 1997, 155-164.<br />

4 Julio Cortázar, “Las puertas del cielo”, 158.

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