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Leer-Los-ríos-profundos

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— ¡Entonces los malditos del Colegio se acabaron! —exclamó Antero—.<br />

Mejor, hoy verás a Alcira. Abancay también está en silencio. Pero dicen<br />

que en todas las haciendas hablan de doña Felipa; que tienen miedo. Dicen<br />

que si vuelve con los chunchos y prende fuego a las haciendas, los "colonos"<br />

pueden escapar e irse al bando de la chichera.<br />

—¿<strong>Los</strong> colonos ¡No van, "Markask'a"; no van!<br />

—En mi hacienda hay poquitos —me dijo—. Y siempre les echan látigo.<br />

Mi madre sufre por ellos; pero mi padre tiene que cumplir. En las haciendas<br />

grandes los amarran a los pisonayes de los patios o los cuelgan por las manos<br />

desde una rama, y los zurran. Hay que zurrarlos. Lloran con sus mujeres y<br />

sus criaturas. Lloran no como si les castigaran, sino como si fueran huérfanos.<br />

Es triste. Y al oírlos, uno también quisiera llorar como ellos; yo lo<br />

he hecho, hermano, cuando era criatura. No sé de qué tendrían que consolarme,<br />

pero lloraba como buscando consuelo, y ni mi madre, con sus brazos,<br />

podía calmarme. Todos los años van Padres franciscanos a predicar a esas<br />

haciendas. ¡Vieras, Ernesto! Hablan en quechua, alivian a los indios; les<br />

hacen cantar himnos tristes. <strong>Los</strong> colonos andan de rodillas en la capilla de las<br />

haciendas; gimiendo, gimiendo, ponen la boca al suelo y lloran día y noche.<br />

Y cuando los Padrecitos se van ¡vieras! <strong>Los</strong> indios los siguen. Ellos, los<br />

Padres, cabalgan rápido; los indios corren detrás, llamándolos, saltando por<br />

los cercos, por los montes, por las acequias, cortando camino; gritando, caen<br />

y se levantan; suben las cuestas. Regresan de noche; siguen gimiendo a la<br />

puerta de las capillas. Mi madre se cansaba procurando consolarme en esos<br />

días, y no podía.<br />

— ¡Yo he oído a los colonos en Patibamba, "Markask'a"!<br />

—Cuando se es niño y se oye así, llorar a la gente grande, en tumulto;<br />

como una noche sin salida ahoga el corazón; lo ahoga, lo oprime para siempre.<br />

—Antero se exaltó.<br />

— ¡"Markask'a"! —le dije—. En los pueblos donde he vivido con mi<br />

padre, los indios no son erk'es} Aquí parece que no los dejan llegar a ser<br />

hombres. Tienen miedo, siempre, como criaturas. Yo he sentido el ahogo<br />

de que tú hablas sólo en los días de las corridas, cuando los toros rajaban el<br />

pecho y el vientre de los indios borrachos, y cuando al anochecer, a la salida<br />

del pueblo, despedían a los cóndores que amarraron sobre los toros bravos.<br />

Entonces todos cantan como desesperados, hombres y mujeres, mientras los<br />

cóndores se elevan, sufriendo. Pero ese canto no te oprime; te arrastra,<br />

como a buscar a alguien con quien pelear, algún maldito. Esa clase de sentimiento<br />

te ataca, te agarra por dentro.<br />

— ¡Ernesto! —clamó Antero—. Si vinieran los chunchos con doña Felipa.<br />

¿Adonde se lanzarían los "colonos", viendo arder los cañaverales Quizás<br />

seguirían quemando ellos más cuarteles, más campos de caña; e irían,<br />

como ganado que ha agarrado espanto, cuesta abajo buscando el río y a los<br />

chunchos. Yo los conozco, Ernesto, ¡pueden enfurecerse! ¿Qué dices<br />

— ¡Sí, "Markask'a"! —grité—. ¡Que venga doña Felipa! Un hombre<br />

que está llorando, porque desde antiguo le zurran en la cara, sin causa, puede<br />

1 Niños llorones, menores de cinco años.

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