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¡Es maldición! " ¡Inglesia, inglesia; misa, Padrecito!", están gritando, dice,<br />
los colonos. Ya no hay salvación, pues, misa grande, dice quieren, del Padre<br />
grande de Abancay. Después sentarán tranquilos; tiritando se morirán, tranquilos.<br />
Hasta entonces van a empujar fuerte, aunque como nube o como<br />
viento vayan los civiles. ¡Llegarán no más! ¡Ya estarán llegando!<br />
—¿Creerán que sin la misa van a condenarse<br />
— ¡Claro, pues; seguro! Así es. Condenarían. Llenarían la quebrada los<br />
condenados. ¡Qué sería, Diosito! Andarían como piojos grandes, más grandes<br />
que carnero merino; limpio se tragarían a los animalitos, acabando primero<br />
a la gente. ¡Padrecito!<br />
—Por eso te vas. ¡Ya tú te vas!<br />
—¿Y el piojo, niño Habrá misa, seguro. <strong>Los</strong> colonos llegarán de noche<br />
a Abancay. Quizá oyendo misa se salvarán los indios. Van a venir dejando a<br />
sus criaturitas ¡son angelitos, pues! Con sus mujeres vendrán. ¡Se salvarán!<br />
Pero sus piojos dejarán en la plaza, en la iglesia, en la calle, delante las<br />
puertas. De allí van a levantar los piojos, como maldición de la maldición.<br />
Van a hervir. ¡Nos van a comer! ¿Acaso en Abancay la gente va a mascar<br />
a los piojos como los colonos ¿Acaso van a mascar De los rincones se han<br />
de alzar, en cadenas. Así es piojo de enfermo.<br />
—Cabo licenciado —le dije—. ¡Tienes miedo! Tú mismo creo te alimentas,<br />
lloriqueando, la cobardía, al revés de los colonos...<br />
Me contestó en quechua:<br />
—Onk'ok usank'a jukmantan miran... (El piojo del enfermo se reproduce<br />
de otro modo. Hay que irse lejos. ¿De qué sirve el corazón valiente<br />
contra eso)<br />
Quiso atajarme, llevarme con él, cuando pretendí volver al pueblo. La<br />
mujer me dijo en quechua:<br />
—Eres una criatura hermosa. ¿Por qué vas, de voluntario, a que te defequen<br />
los piojos<br />
Tenían espanto.<br />
—Mañana, antes del amanecer, yo también estaré subiendo esta cuesta<br />
—les dije.<br />
Me despedí; y bajé a la carrera al pueblo.<br />
Por un cañaveral, lejos de Abancay, entré a Patibamba. Sudé, caminando<br />
agachado, bajo las plantaciones que ardían con el sol de todo el día. Temía<br />
que me descubrieran, y no salí a los anchos senderos que separan los cuarteles.<br />
Por esos espacios, las muías de la hacienda cargaban la caña hasta el<br />
gran patio del ingenio.<br />
Arrastrándome sobre el bagazo, llegué al caserío de los indios. Estaba<br />
vacío, sin nadie. Lo miré desde la altura del montículo de bagazo. Las avispas<br />
zumbaban con sus patas colgantes. No me dejaban ver bien. Las puertas<br />
de las chozas estaban cerradas; la malahoja de los techos se alzaba, hervía<br />
con el viento. ¡Yo bajo! —dije—. ¡Entro! —Me puse de pie y avancé.<br />
Llegué a la callejuela.<br />
Toqué la primera puerta. Oí que corrían adentro. Miré por una rendija.<br />
Tres niños huyeron a un rincón.<br />
Volví a tocar.