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Leer-Los-ríos-profundos

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— ¡Manan, mananpunim! (¡No, de ningún modo!) —afirmaba en quechua.<br />

Se dirigió al dormitorio y se acostó.<br />

La señora tampoco pudo ir, porque no tenía un vestido como para<br />

asistir a una fiesta de gentes principales. Se abrigó con un pañolón y permaneció<br />

sentada largo rato, en la puerta de su casa. Después se decidió a<br />

salir. "Me quedaré frente a la casa donde está la fiesta; en un rincón me<br />

taparé la cara con el pañolón; y esperaré. ¡Tiene que salir pronto!", se<br />

dijo.<br />

En las calles oscuras, sucias, el olor a excremento de cerdo se esparcía;<br />

bajo las yerbas croaban los sapos; las ramas de los árboles crujían levemente<br />

tras los cercados de las huertas.<br />

Por la esquina de la plaza desembocó una pareja. Venían tomados de<br />

las manos. La madre esperó. Eran ella y el joven ganadero.<br />

— ¡Cómo has tardado, hijita! —dijo la madre, y no pudo contener el<br />

llanto.<br />

Don Aparicio le explicó que habían buscado al padre, que lo habían esperado,<br />

y que ahora venían por él. Las acompañó respetuosamente; y se<br />

despidió en la puerta de la casa. La madre se había calmado.<br />

— ¡Mamacita! ¡Mamacita! —exclamó la niña, ya en el patio—. ¡Dame<br />

tu bendición, aquí mismo! ¡Quiero la voz del cielo!<br />

Estrechó a su madre tan exaltadamente, que ella sintió miedo.<br />

—No eres para ese señor —le dijo expresando su convicción serena.<br />

Luego le habló en quechua; le dijo que su padre había llegado trastornado,<br />

que se había acostado pero que no dormía; que tenía los ojos abiertos, con<br />

ese brillo penetrante y triste que despiden los ojos de la gente desventurada,<br />

que en la muerte o en el sueño no pudieron cerrar los párpados—.<br />

¡Es un mal, un mal grande! ¡El cielo advierte! ¡Que no te lleve la corriente!<br />

Pero la corriente era dulce y poderosa: "Ya no, ya no. Estamos con<br />

dueño", pensaba ella.<br />

Y atajó a su madre en el patio; hizo que la acompañara hasta que salió<br />

la luna, una media luna de luz amante, a la que la ardorosa Irma quiso<br />

esperar para contemplar sus figuras insondables. Creía que en ellas se veía<br />

a la Virgen y al Niño cabalgando. No se encomendó ya a ninguno. Era feliz<br />

y comprendió que no necesitaba ya de nadie. Las ramas del gran nogal que<br />

crecía en la huerta, junto a los muros del patio, empezaron a temblar sobre<br />

la tierra iluminada.<br />

—Vámonos, mamacita. Ya estoy tranquila —dijo a la señora.<br />

Ella, la madre, fue rezando en quechua, pero las palabras ahondaban<br />

más su temor; y la señora siguió humillándose ilimitadamente.<br />

A las cuatro de la mañana se escapó de su casa. Engañó a su madre con<br />

una resignación fingida. Y aquella madrugada montó en la briosa yegua que<br />

pateaba impaciente a la orilla del río. El la esperaba con su mayordomo<br />

grande que tenía a la yegua por la brida. La abrazó, apretándola sobre su

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