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Leer-Los-ríos-profundos

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ñoras y caballeros paseaban; grupos de oficiales y señoritas que caminaban<br />

lentamente, en filas. <strong>Los</strong> oficiales las rodeaban y acompañaban. Las joyas<br />

con que se habían adornado las damas, brillaban. Algunos aretes eran largos;<br />

pendían de las orejas de las jóvenes, prodigiosamente, las alumbraban; de<br />

verdad hacían resaltar la belleza de sus rostros. Yo no las conocía, pero habría<br />

tendido mantos de flores a su paso, hubiera deseado ascender al cielo<br />

y bajar una estrella para cada una, a manera de respetuosa ofrenda. Me<br />

chocaba el vocerío de los jóvenes y mozalbetes que las seguían, la excesiva<br />

libertad con que las obligaban, aunque pocas veces, a replegarse para pasar<br />

ellos; y mucho más, las miradas que les dirigían, insolentes. Aunque algunos<br />

las contemplaban, rindiéndose, como debía ser; y se retiraban con inmenso<br />

respeto para dejarlas pasar. Creía que era un deber humillar, azotándolos, o<br />

de cualquier otra manera, a los brutos que no se inclinaban con regocijado<br />

silencio ante ellas. Pero dudaba que esas alhajadas niñas pudieran dar la felicidad,<br />

sin mancillarse. ¿Cómo Si estaban a tan inalcanzable altura; aquí,<br />

sobre la tierra, caminando, oyendo el vals, pero a una distancia que yo sentía<br />

extremada, temeraria, que ningún halcón se lanzaría a cruzar; ningún insecto<br />

alado y fuerte, como un huayronk'o o cantárida, ni siquiera el mágico vuelo<br />

del "San Jorge". ¿O era necesario llevar uniforme y un fuete lustrado, o<br />

andar como Gerardo, gallardamente y con cierto aire de displicencia, para<br />

vivir cerca de ellas y tomarles las manos No, yo no alcanzaría a corromperme<br />

a ese extremo.<br />

Concluyó el vals. Valle se acercaba, escoltando a una fila de lindas muchachas.<br />

Pero este hombre exageraba, fingía, se burlaba; creía saber más<br />

de lo que sabía y haber llegado más allá del verdadero sitio que ocupaba.<br />

Gesticulaba, movía las manos con los dedos en evidentes posturas forzadas;<br />

las adelantaba hacia la cara de las niñas y aun su boca la adelantaba; debían<br />

sentirle su humano aliento. ¿Por qué no lo empujaban a la calzada, reflexionaba<br />

yo. Pero no parecían sentir mucha repugnancia hacia él.<br />

Me retiré de la plaza. Y tomé una decisión que creí alocada y que sin<br />

embargo me cautivó: ir a la cárcel y preguntar por el Papacha Oblitas.<br />

La cárcel quedaba cerca de la plaza, a media cuadra. A esa hora estaría<br />

cerrada. Pero una ventanilla enrejada tenía la puerta en su parte central, a<br />

la altura de la cabeza del centinela de guardia. No me podía ver bien el guardia,<br />

desde allí.<br />

—Señor —le dije—. Señor guardia, soy ahijado del arpista, del Papacha<br />

Oblitas que trajeron preso en la tarde. ¿Lo han soltado ya<br />

—No sé nada —me contestó.<br />

Por su modo de hablar comprendí que era de Apurímac o de Ayacucho.<br />

Le hablé en quechua.<br />

— ¡Papacito! —le dije—. Pregunta, pues, quiero traerle aunque sea su<br />

comida.<br />

—Le han traído comida como para un obispo. No ha querido comer.<br />

Mañana sale, seguro.<br />

—¿Está llorando<br />

—No seas "pavo". ¡Qué va a llorar! —hablaba en voz muy baja el<br />

guardia—. Ha jodido sus manos más bien trompeando la pared. ¡Andate ya!

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