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Nos hizo rezar de nuevo. Y su voz cambió. Imploraba con vehemencia.<br />
Se dio cuenta y cambió de tono, al sonsonete de costumbre. Pero se santiguó<br />
al final, pronunciando las palabras con solemnidad.<br />
—Duerman tranquilos, hijos.<br />
Se despidió y fue a pasos lentos hasta la puerta; apagó la luz.<br />
Creí que los internos, todos, se levantarían de sus camas o se sentarían<br />
para seguir preguntando y averiguando sobre la peste. Que se reunirían alrededor<br />
de la cama del pampachirino o del "Chipro". <strong>Los</strong> había visto siempre<br />
alborotarse fácilmente, exagerar los rumores, contar, inventar, deducir, casi<br />
en un estado de competencia. Pero esta vez, se cubrieron la cabeza con las<br />
frazadas y se callaron inmediatamente; se aislaron. Quedé solo, como debían<br />
estar los demás. Todos habríamos visto a la peste, por lo menos una vez,<br />
en nuestros pueblos. Serían los recuerdos que formaron un abismo entre<br />
una cama y otra.<br />
" ¡Está grasando la fiebre!" La noticia resonaba en toda la materia<br />
de que estoy hecho. Yo había visto morir con la peste, a cientos, en dos pueblos;<br />
en Querobamba y Sañayca. En aquellos días sentía terror cuando<br />
alguna mosca caminaba sobre mi cuerpo, o cuando caían, colgándose de los<br />
techos o de los arbustos, las arañas. Las miraba detenidamente, hasta que<br />
me ardían los ojos. Creían en el pueblo que eran la muerte. A las gallinas<br />
que cacareaban en el patio o en el corral, las perseguían, lanzándoles trozos<br />
de leña, o a pedradas. Las mataban. Sospechaban también que llevaban la<br />
muerte adentro, cuando cacareaban así, demostrando júbilo. La voz de las<br />
gallinas, imprecisa, ronca, estallaba en el silencio que en todas las casas<br />
cuidaban. El viento no debía llegar con violencia, porque en el polvo sabían<br />
que venía la muerte. No ponían al sol los carneros degollados, porque en la<br />
carne anidaba el chiririnka, una mosca azul oscura que zumba aun en la<br />
oscuridad, y que anuncia la muerte; siente, al que ha de ser cadáver, horas<br />
antes, y ronda cerca. Todo lo que se movía con violencia o repentinamente<br />
era temible. Y como las campanas doblaban día y noche, y los acompañantes<br />
de los muertos cantaban en falsete himnos que helaban la médula de nuestros<br />
huesos, los días y semanas que duró la peste no hubo vida. El sol parecía<br />
en eclipse. Algunos comuneros que conservaban la esperanza, quemaban el<br />
pasto y los arbustos en la cima de los cerros. De día, la sombra del humo nos<br />
adormecía; en la noche, la luz de los incendios descendía a lo profundo<br />
de nuestro corazón. Veíamos con desconcierto que los grandes eucaliptos<br />
no cayeran también con la peste, que dentro del barro sobrevivieran retorciéndose<br />
las lombrices.<br />
Me encogí en la cama. Si llegaba la peste entraría a los case<strong>ríos</strong> inmundos<br />
de las haciendas y mataría a todos. " ¡Que no pase el puente! ", grité.<br />
Se sentaron algunos internos.<br />
— ¡Eso es! ¡Que no pase el puente! —dijo el pampachirino.<br />
—Sí. Que se mueran los del otro lado no más. Como perros —replicó el<br />
"Chipro".<br />
—Tú has dicho que se están comiendo ya a los piojos de los muertos.<br />
¿Qué es eso, hermanito ¿Qué es eso