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Leer-Los-ríos-profundos

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cinco, y el Hermano Miguel. Se reunieron en la Dirección con el oficial. Conferenciaron<br />

pocos minutos y salieron juntos a la calle. El Hermano Miguel se<br />

quedó a cargo del Colegio.<br />

—No es nada —dijo—. Ya voy a llamar para el almuerzo.<br />

El portero continuaba observando la calle, no había cerrado aún el<br />

zaguán. Seguía corriendo la gente en la calle. Hombres, mujeres y niños pasaban<br />

como persiguiéndose unos a otros. Todos los internos nos acercamos<br />

al zaguán.<br />

En ese instante, las campanas tocaron a rebato y un griterío de mujeres,<br />

tan alto como el sonido de las campanas, llegó desde la plaza. Lleras y Romero<br />

saltaron a la calle y siguieron adelante, hacia la plaza. Todos los seguimos.<br />

El portero empezó a gritar en quechua:<br />

— ¡Se escapan, Padrecitos! ¡Auxilio!<br />

En la primera esquina nos encontramos con Antero; venía corriendo.<br />

Rondinel iba conmigo.<br />

— ¡El Flaco, no! —dijo Antero—. Tu mamá irá a buscarte al Colegio<br />

y se alocará si no te encuentra. Anda a tu casa. ¡Corre! La plaza está hirviendo<br />

de mujeres rabiosas. Te pueden atropellar. ¡Te pueden matar! ¡Anda!<br />

Rondinel dudaba, entre el espanto y la curiosidad.<br />

— ¡Llévenme, hermanitos! —dijo.<br />

En la energía con que Antero hablaba parecía encontrar la protección suficiente.<br />

— ¡Quiero ir, "Markask'a"! ¡Llévame, hermanito!<br />

— ¡No! —le replicó Antero—. Hay mucha gente. Es como un repunte<br />

de agua. ¿Quién podría cuidarte, hermano Te contaremos todo. Sube a un<br />

balcón de tu casa y verás pasar a la gente. ¡Ya! Nosotros vamos a carrera.<br />

Partimos, y el Flaco no pudo seguirnos. Volví la cabeza para verlo, cuando<br />

llegamos al final de la calle. Rondinel seguía aún en el mismo sitio, dudando.<br />

Cuando desembocamos a la plaza, una gran multitud de mujeres vociferaba,<br />

extendiéndose desde el atrio de la iglesia hasta más allá del centro<br />

de la plaza. Todas llevaban mantas de Castilla y sombreros de paja. <strong>Los</strong><br />

colegiales miraban a la multitud desde las esquinas. Nosotros avanzamos<br />

hacia el centro. Antero se abría paso, agachándose y metiendo la cabeza entre<br />

la cintura de las mujeres.<br />

No se veían hombres. Con los pies descalzos o con los botines altos, de<br />

taco, las mujeres aplastaban las flores endebles del "parque", tronchaban los<br />

rosales,' los geranios, las plantas de lirios y violetas. Gritaban todas en quechua:<br />

— ¡Sal, sal! ¡<strong>Los</strong> ladrones, los pillos de la Recaudadora!<br />

Antero continuó acercándose a la torre. Yo le seguía furiosamente.<br />

La violencia de las mujeres me exaltaba. Sentía deseos de pelear, de<br />

avanzar contra alguien.<br />

Las mujeres que ocupaban el atrio y la vereda ancha que corría frente<br />

al templo, cargaban en la mano izquierda un voluminoso atado de piedras.<br />

Desde el borde del parque pudimos ver a la mujer que hablaba en el<br />

arco de entrada a la torre. No era posible avanzar más. En la vereda la mul-

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