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Leer-Los-ríos-profundos

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funda corola de los grandes lirios y volaban, girando sus delicadas, sus<br />

suaves alas. Me eché bajo la sombra de la columna y de los árboles, y cerré<br />

los ojos. Se balanceaba el mundo. Mi corazón sangraba a torrentes. Una sangre<br />

dichosa, que se derramaba libremente en aquel hermoso día en que la<br />

muerte, si llegaba, habría sido transfigurada, convertida en triunfal estrella.<br />

Galoparon las muías por el camino empedrado, muy cerca de mis pies;<br />

pasaron en tumulto, de regreso, las mujeres de Abancay. Se alejó rápidamente<br />

el tropel, como un viento ligero. Yo no lo pude ver. Estaba sumergido en<br />

un sopor tenaz e invencible.<br />

Tarde, al declinar el sol, una señora gorda, vestida de rosado, me despertó.<br />

Cuando abrí los ojos, me humedecía la frente con un pañuelo empapado<br />

en agua.<br />

— ¡Estás amarillo, hijito! —me dijo.<br />

Descascaró una naranja y me la dio de comer, gajo tras gajo. La miré despacio.<br />

Tenía medias negras y zapatos bajos; su falda rosada le cubría hasta<br />

los pies; su monillo estaba adornado de cintas que dibujaban flores sobre<br />

el pecho, a la moda de las mestizas. Pero ella era blanca y de mejillas encendidas,<br />

de ojos azules. Tenía la apariencia de una costurera de casa grande o<br />

de la mujer de algún mayordomo o empleado de hacienda.<br />

—¿Quién eres, hijito —me preguntó—. ¿Qué te ha sucedido ¡Ay,<br />

felizmente en la hacienda hasta se pudren las naranjas y los limones!<br />

Unos álamos que crecían cerca de la reja nos daban sombra. La sombra<br />

de las hojas jugaba sobre los cabellos y la frente de la señora. Estaba en<br />

cuclillas frente a mí. Me recosté sobre sus rodillas. Sentí que me acariciaba<br />

la cabeza con sus manos. Luego oí que sollozaba, hablando en quechua.<br />

—¿Quién te ha traído aquí, hijito ¿Quién te ha abandonado<br />

—Vine con las cholas trayendo sal para los colonos de Patibamba —le<br />

dije.<br />

Se quedó callada. Bajo sus manos gordas que me acariciaban suavemente,<br />

se disipaba la inclemencia del camino polvoriento, del alto cielo quemado y<br />

de mis recuerdos. Su llanto no me inducía como otros a llorar más desesperadamente.<br />

Llamaba al sueño, al verdadero sueño de los niños en el regazo<br />

materno. La señora lo comprendió. Se sentó sin incomodarse, apoyándose en<br />

el muro que servía de base al enrejado, y esperó que descansara.<br />

No debió pasar mucho rato. Gente de a caballo cruzó a galope por el<br />

camino. Las herraduras hicieron crujir el empedrado. Levanté la cabeza y<br />

vi a varios jinetes galopando entre el polvo, con dirección a Abancay. Me<br />

pareció que alguno de ellos volteaba la cabeza para mirarme. En ese momento<br />

empezaron a cerrar la puerta de las rejas de hierro de la hacienda.<br />

—Se llevaron la sal —dijo la señora.<br />

Me incorporé y le pregunté, ya de pie.<br />

—¿Qué sal, señora<br />

—La que le quitaron a las indias.<br />

—¿A qué indias<br />

—A las de la hacienda. Entraron a las casas, mientras el amansador de

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