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de harahui, dirigido a los mundos y materias desconocidas que precipitan la<br />
reproducción de los piojos, el movimiento menudo y tan lento, de la muerte.<br />
Quizá el grito alcanzaría a la madre de la fiebre y la penetraría, haciéndola<br />
estallar, convirtiéndola en polvo inofensivo que se esfumara tras los árboles.<br />
Quizá.<br />
Entré al dormitorio.<br />
Desde Patibamba ya se repartiría la masa de indios, a las otras haciendas;<br />
cada colono donde su dueño.<br />
Yo me iría al día siguiente. ¡Ay, huay, fiebre! <strong>Los</strong> que ya estaban enfermos<br />
y debían morir, serían enterrados en los panteones sin muros, sin<br />
fachada ni cruz, de las haciendas; pero los vivos quizá vencerían después<br />
de esa noche a la peste.<br />
<strong>Los</strong> gritos de imprecación a la fiebre siguieron repercutiendo en el dormitorio<br />
horas de horas.<br />
Estaba despierto cuando el reloj dorado del Padre Director tocó una<br />
cristalina marcha europea, una diana que repitió tres veces.<br />
Prendí la luz y me acerqué al reloj. Representaba la fachada de un palacio.<br />
Sus columnas terminaban en capiteles con figuras de hojas. Seguía tocando.<br />
Me vestí rápidamente. Esa música me recordaba la marcha de la<br />
banda militar; abriría delante de mis ojos una avenida feliz a lo desconocido,<br />
no a lo temible. "Formaré un ramo de lirios para Salvinia y lo prenderé en<br />
las rejas de su casa" dije. " ¡Ya no voy a regresar nunca! "<br />
El mestizo portero estaba despierto. Se abrigó con un poncho y me acompañó<br />
hasta el zaguán. Dejé el Colegio. La diana del reloj lo bañaba, lo apaciguaba,<br />
recorría los corredores, se vertía en los rincones oscuros, por siempre.<br />
Hice el ramo de lirios en la plaza. <strong>Los</strong> colonos no los habían pisado. No<br />
debieron desbordarse en el parque. Marcharían fúnebre y triunfalmente, en<br />
orden. Me dirigí a la alameda. El ramo sólo tenía tres flores, y lo llevé con<br />
cuidado, como si fuera la suavidad de las manos de Salvinia.<br />
Fue fácil dejar el ramo prendido en la reja, al compás de la hermosa diana<br />
que aún me acompañaba. La noche era estrellada, densa de manchas. Me<br />
alejé. "¡Es para ti, Salvinia, para tus ojos!", dije en la sombra de las moreras.<br />
" ¡Color del zumbayllu, color del zumbayllul ¡Adiós, Abancay! "<br />
Empecé a subir la cuesta. Recordé entonces la advertencia del Padre<br />
Director y los relatos de Antero.<br />
— ¡El Viejo! —dije—. ¡El Viejo!<br />
Cómo rezaba frente al altar del Señor de los Temblores, en el Cuzco.<br />
Y cómo me miró, en su sala de recibo, con sus ojos acerados. El pongo que<br />
permanecía de pie, afuera, en el corredor, podía ser aniquilado si el Viejo<br />
daba una orden. Retrocedí.<br />
El Pachachaca gemía en la oscuridad, al fondo de la inmensa quebrada.<br />
<strong>Los</strong> arbustos temblaban con el viento.<br />
La peste estaría, en ese instante, aterida por la oración de los indios, por<br />
los cantos y la onda final de los harahuis, que habrían penetrado a las rocas,<br />
que habrían alcanzado hasta la raíz más pequeña de los árboles.