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Leer-Los-ríos-profundos

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hubiera consentido aunque no fuera sino en poner una de sus manos sobre<br />

las charreteras.<br />

Prendí mi memoria de la imagen del puente del Pachachaca, de la imagen<br />

de la opa, feliz en lo alto de la torre, con el rebozo de doña Felipa a su<br />

costado, para no lanzarme contra la pared, cegado por el sufrimiento. Y recordé<br />

en seguida a Prudencio, y al soldado a quien acompañé en la calle,<br />

porque iba cantando entre lágrimas una canción de mi pueblo. " ¡Ellos no!"<br />

—dije en voz alta—. "Son como yo, no más. ¡Ellos no! "<br />

Palacitos, que me había oído, se acercó a hablarme.<br />

—¿Estás "disvariando" —me preguntó.<br />

—¿Para qué sirven los militares —le dije, sin reflexionar.<br />

—¿Para qué —me contestó, de inmediato, sonriendo—. Para matar,<br />

pues. ¡Estás "disvariando"!<br />

—¿El también ¿El Prudencio también<br />

— ¡Más de frente! —me dijo—. Yo sé. ¿Y por qué preguntas<br />

—Por sonso —le dije, convencido—. Es que yo no tengo a mi padre<br />

tan cerca como tú. ¡Desvarío! ¡Puramente!<br />

— ¡Mi padre va a venir! —exclamó—. ¡Va a venir! —Y me abrazó,<br />

con todas sus fuerzas.<br />

Me hizo olvidar inmediatamente los pasados presentimientos. Nunca,<br />

antes, había esperado él con entusiasmo la visita de su padre. Por el contrario,<br />

si le anunciaban, por carta, que su padre estaba al llegar, se aturdía;<br />

intentaba estudiar, repasar los libros. Preguntaba por algunas definiciones;<br />

temía; pasaba el tiempo, en las tardes, recostado en la cocina, sobre unos<br />

pellejos que la cocinera tendía para él tras la puerta, en el más oscuro sitio.<br />

Salía de allí a preguntar nuevamente, y apuntaba en su cuaderno algunas<br />

notas. Ante los Padres se humillaba, especialmente ante el Director. El Padre<br />

se daba cuenta, claramente, y a veces lo consolaba.<br />

— ¡Arriba el corazón, Palacios! —le decía—. ¡Arriba el corazón, muchacho!<br />

Le levantaba el rostro alzándole la barbilla. Lo obligaba a que lo mirara.<br />

Y Palacios llegaba a sonreír.<br />

Ahora, por primera vez, sentía impaciencia ante la llegada de su padre.<br />

— ¡<strong>Los</strong> "daños", hermanito! —me dijo—. ¡Voy a entregarle! ¡Le voy<br />

a contar del Lleras, del Hermano! ¡Del Prudencio!<br />

Había examinado uno a uno los "daños". Todos eran distintos, como<br />

ojos de animales desconocidos. La visión de estos pequeños vidrios esféricos,<br />

cruzados en el fondo por luces de colores, lo exaltó hasta aislarlo de<br />

nuevo, pero con otra especie de aislamiento. Nos había mostrado los "daños"<br />

a sus amigos: a Romero, al "Chipro", a mí. Dudó por un instante si decidía<br />

llamar especialmente a Valle, para que los viera, pero luego pronunció un<br />

sarcástico insulto en quechua, y cerró la caja. Se paseó dos o tres días en el<br />

internado, casi siempre solo, cantando, silbando a ratos, acercándose a nosotros.<br />

— ¡Me quiere el "Añuco"! ¿No —Nos preguntaba de repente.<br />

Y empezó a estudiar, a estar atento a las clases, a comprender mejor.<br />

Levantó el brazo una vez, en la clase, para contestar a una proposición del

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