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Nada pudieron. En la tarde, los internos rondaron cerca de la puerta<br />
de mi cuarto. Debían vigilarlos, pues no me hablaron desde fuera.<br />
Durante la noche hubo silencio en el patio. Sólo por unos instantes oí el<br />
rondín de Romero. Tocó el huayno de Huanta, dedicado al Coronel Ramírez<br />
que hizo quintear a los indios en el panteón. El Padre Cárpena me trajo la<br />
comida.<br />
—No hables —me ordenó.<br />
Y comí en silencio, atenaceado, nuevamente, por los presentimientos.<br />
Muy entrada la noche, tocaron a mi puerta.<br />
—¿Tienes fiebre —me preguntó una voz. Era Abraham, el portero.<br />
—¿Tienes fiebre —volvió a preguntarme.<br />
—No —le dije.<br />
—Yo sí, niño. ¡Me voy a morir a mi pueblo!<br />
— ¡No! —le dije—. Vas a llevar el contagio. ¿Adonde vas<br />
— ¡A Quishuara! Al otro lado del Pachachaca. Allí ya estarán muriendo.<br />
¡El Padre me ha quemado ya todos los piojos! Ya no voy a llevar contagio;<br />
él dice que es por el piojo. Estaban correteando en todo mi cuerpo y en mi<br />
cabeza también —hablaba en quechua, fatigándose—. ¡Ya no hay ahora!<br />
Iba a preguntarle si había dormido con la opa, pero me asusté de la intención,<br />
y me quedé callado.<br />
—En Nanibamba ha comenzado —le dije.<br />
— ¡De allí lo levantó la finada! Yo, pues, iba a veces donde ella. ¡La<br />
desgracia, la desgracia! Así viene la muerte, niño. La finada defenderá a<br />
otros desde el cielo, pero a mí me estará llamando, porque he dormido en<br />
su cama cuando ya tenía la fiebre. ¡Me estará llamando! En dónde también<br />
me encontrará; Dios le ayuda ahora. Ya no hay salvación. En un manantial<br />
quisiera hundirme; a la gran selva podría irme, en vano. Ya estoy señalado.<br />
Mejor en mi pueblo voy a morir.<br />
Les gusta hablar mucho de la muerte, a indios y mestizos; también a<br />
nosotros. Pero oyendo hablar en quechua de ella, se abraza casi, como a<br />
un fantoche de algodón, a la muerte, o como a una sombra helada que a uno<br />
lo oprimiera por el pecho, rozando el corazón, sobresaltándolo; a pesar de<br />
que llega como una hoja de lirio suavísima, o de nieve, de la nieve de las<br />
cumbres, donde la vida ya no existe.<br />
— ¡Abraham! ¡Aquí puedes sanar! La opa no ha de pedir tu muerte.<br />
Ya en la gloria no se acordará de lo que ha sufrido —le rogué.<br />
—No es ella, niño —contestó—. ¡Es Dios! Con una enferma he dormido.<br />
Ella no quería. ¡No quería, pues, niño! No habré sido yo, seguro, el<br />
que ha ido a su cama, sino el demonio. Cuanto más caliente su cuerpo, más<br />
quería ir. El panteón no más es mi camino. Allá ¡de frente! Mi calavera<br />
van a echar, seguro, después de años, a una ventana del cementerio. Si tú<br />
vas a mi pueblo, cuando seas grande, búscala, niño. Tendrá un verde en la<br />
frente. Le rompes esa parte con una piedra, y me entierras, aunque no sea<br />
en hondo. ¡Adiós niño! He venido a darte ese encargo. ¡Llegarás a Quishuara,<br />
aunque sea dentro de veinte años! ¡Gracias, papay\ El demonio que está<br />
en mi cuerpo tiene que morir. ¡Adiós, papayl<br />
Lo oí alejarse. " ¡Adiós! ". le dije.