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Leer-Los-ríos-profundos

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—Mañana —me dijo—. Las clases se suspenden por un mes.<br />

No me dejaron salir del dormitorio. Al principio empujé la puerta, pretendí<br />

reventar el candado. Pero el Padre Cárpena me habló desde el corredor.<br />

—¿Qué has de hacer afuera —me dijo—. ¿Ver la desesperación Allí,<br />

el espíritu del Hermano te acompaña.<br />

—Esperaré —le contesté— cualquier tiempo.<br />

A la mañana siguiente entraron caballos al patio. Bajaron las escaleras<br />

muchas veces, murmurando, procurando guardar silencio.<br />

"Deben temer que la fiebre se desarrolle en mi sangre —reflexioné—.<br />

Por eso no me sueltan. Dejan irse a mis amigos, sin que se despidan."<br />

<strong>Los</strong> caballos salían del patio, al paso. Conté diez.<br />

Cerca del mediodía, oí que alguien se acercaba a mi cuarto. Se detuvo<br />

junto a la puerta. Hizo rodar dos monedas de oro, de una libra, por la rendija<br />

que había junto al piso, y empujó un pequeño papel doblado. ¡Era Palacitos!<br />

Salté de la cama.<br />

—Me voy con mi padre, hermanito. ¡Adiós! —dijo en voz baja, apresuradamente.<br />

Y se fue.<br />

No alcancé a contestarle. Se alejó corriendo. No pude hablarle. Levanté<br />

el papel. Estaba escrito, también a prisa. Lo leí: "Mi papá te manda eso<br />

para tu viaje. Y si no salvas, para tu entierro. Adiós, hermanito Ernesto".<br />

Escuché que bajaban las gradas. Recogí las dos monedas. Y volví a la<br />

cama.<br />

Palacitos era igual que los indios y mestizos de las comunidades. Se<br />

preocupaba del entierro. Si no se hace con un cura bien ornamentado y si<br />

no se cantan misas, el diablo gana la competencia y se lleva el espíritu, a<br />

rastras. Era un regalo de su parte aliviarme de todo temor, escribiéndome<br />

en su despedida: " ¡Para tu entierro! ".<br />

Pero si llegaba a sentir la fiebre, haría como el Abraham. Me escaparía.<br />

Quizá no podría llegar a Coracora, pero sí a mi aldea nativa, que estaba a<br />

tres días menos de camino. Bajaría por la cuesta de tierra roja, de Huayrala;<br />

con esa arcilla noble modelaría la figura de un perro, para que me ayudara<br />

a pasar el río que separa ésta de la otra vida. Entraría tiritando a mi pueblo;<br />

sin un piojo, con el pelo rapado. Y moriría en cualquier casa que no fuera<br />

aquella en que me criaron odiándome, porque era hijo ajeno. Todo el pueblo<br />

cantaría tras el pequeño féretro en que me llevarían al cementerio. <strong>Los</strong><br />

pájaros se acercarían a los muros y a los arbustos, a cantar por un inocente.<br />

Por ausencia de mi padre, el Varayok' Alcalde echaría la primera tierra sobre<br />

mi cuerpo. Y el montículo lo cubrirían con flores. " ¡Mejor es morir<br />

así!", pensé, recordando la locura del "Peluca", los ojos turbios, contaminados,<br />

del Padre Director; y recordando al "Markask'a", tan repentinamente<br />

convertido en un cerdo, sus lunares extendidos como rezumando grasa.<br />

Y saldría de la ciudad por Condebamba; dejaría en la puerta de la casa de<br />

Salvinia un tallo de lirio que arrancaría de la plaza, con su flor morada, de<br />

Abancay. "No te confíes", le escribiría en un sobre grande, con mi firma.<br />

El Abraham había venido, seguro, a despedirse de mí, para iluminarme.<br />

Examiné de pie, contento, las libras de oro. Eran ya raras las personas

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