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Leer-Los-ríos-profundos

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que gastaban esas monedas. El padre de Palacitos halagaba al Director, pagando<br />

los derechos del Colegio en libras de oro. Lo hacía solemnemente,<br />

como quien entrega un tributo, de un noble a otro noble. Por primera vez<br />

le dejó a su hijo una de esas monedas, cuando Palacitos quiso, a la manera<br />

de su padre, agasajar a Romero y expresarle su agradecimiento. Yo ahora<br />

tenía dos en mis manos. Para mi entierro o para mi viaje. Palacitos, el "indio<br />

Palacios", como solían llamarlo a veces los soberbios, y los enemigos,<br />

hizo rodar hasta mi encierro las monedas de oro que me harían llegar a<br />

cualquiera de los dos cielos: mi padre o el que dicen que espera en la otra<br />

vida a los que han sufrido.<br />

El oro es un hallazgo encontrado por el ser humano entre las rocas<br />

profundas o la arena de los <strong>ríos</strong>. Su brillo lento exalta, aun cuando creemos<br />

ver entre las arenas, o en las vetas que cruzan las paredes oscuras de las<br />

cuevas, algún resplandor semejante al suyo. Sabía que su elaboración es<br />

difícil, que se le cierne merced al fuego y a mezclas sabias que los ingenieros<br />

o los brujos conocen por largos estudios y secretos. Pero una libra de oro<br />

en las manos de un niño, lo convierte en rey, en un picaflor de aquellos<br />

que vuelan, por instinto selecto, en línea recta, hacia el sol. Yo los he visto,<br />

brillando y subiendo a golpes de ala.<br />

Las monedas, a pesar del mensaje que traían, calmaron mis fúnebres temores.<br />

Las hice sonar lanzándolas al aire; las contemplé por ambas caras<br />

y los dientes de los bordes. El penacho de plumas del Inca, acuñado en el<br />

anverso de la libra de oro, me regocijaba.<br />

"No las gastaré nunca —dije—. En los pueblos las mostraré solamente,<br />

y me atenderán. Creerán que soy el hijo errante de algún príncipe o un mensajero<br />

del Señor que anda probando la honradez de las criaturas."<br />

Pesaban las monedas. Nunca vi libras de oro gastadas. Todas son nuevas.<br />

Las mías tenían brillo y sonido mayores, por el silencio en que me encontraba.<br />

"Es por ti, Hermano —pensé—. Estoy en tu cuarto. Como a un templo<br />

se ha acercado, seguro, el Palacitos, a dejar su oro. ¡No será para mi entierro!<br />

"<br />

El martes, al mediodía, el Padre Director abrió la puerta del dormitorio.<br />

Se acercó a mi cama, apresuradamente.<br />

—Te vas a las haciendas de tu tío Manuel Jesús —me dijo—. Tengo<br />

ya autorización de tu padre. No hay caballos. Irás a pie, como dices que<br />

te gusta.<br />

Me senté sobre la cama. El siguió de pie.<br />

—¿Donde el Viejo, Padre ¿Donde el Viejo —le pregunté.<br />

El Director me dio a leer un telegrama de mi padre. Ordenaba que saliera<br />

de Abancay a la hacienda Huayhuay y que volviera cuando me llamaran<br />

del Colegio.<br />

—Supongo que para ti dos días de camino no es nada. Las haciendas<br />

están sobre el Apurímac, en parte alta —me dijo el Padre.<br />

—¿En parte alta, Padre

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