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Leer-Los-ríos-profundos

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—¡Manan! —contestó el mayor, sin que le hubiera preguntado nada.<br />

Se ocultaron en la oscuridad, apretándose en una esquina de la choza.<br />

—¡Manan! —volvió a gritar el mismo niño.<br />

Me alejé. Busqué otra casa. Me contestaron lo mismo.<br />

Recorrí toda la calle, despacio, sin hacer ruido. Me acerqué a la choza<br />

en que comenzaba la callejuela, del otro lado. Miré por la rendija más próxima<br />

al piso, arrodillándome en el suelo. El sol alumbraba el interior, espléndidamente,<br />

por un claro del techo. Era ya el atardecer, la luz amarilleaba.<br />

Junto al fogón de la choza, una chica como de doce años, hurgaba con<br />

una aguja larga en el cuerpo de otra niña más pequeña; le hurgaba en la<br />

nalga. La niña pataleaba sin llorar; tenía el cuerpo desnudo. Ambas estaban<br />

muy cerca del fogón. La mayor levantó la aguja hacia la luz. Miré fuerte, y<br />

pude ver en la punta de la aguja un nido de piques, un nido grande, quizá<br />

un cúmulo. Ella se hizo a un lado para arrojar al fuego el cúmulo de nidos.<br />

Vi entonces el ano de la niña, y su sexo pequeñito, cubierto de bolsas blancas,<br />

de granos enormes de piques; las bolsas blancas colgaban como en el trasero<br />

de los chanchos, de los más asquerosos y abandonados de ese valle meloso.<br />

Apoyé mi cabeza en el suelo; sentí el mal olor que salía de la choza, y<br />

esperé allí que mi corazón se detuviera, que la luz del sol se apagara, que<br />

cayeran torrentes de lluvia y arrasaran la tierra. La hermana mayor empezó<br />

a afilar un cuchillo.<br />

Me levanté y corrí. Sentí que tenía más energías que cuando me despedí<br />

de la muerta doña Marcelina, en su choza sin luto, adornada con el ramo de<br />

flores que amarré sobre el candado. Llegué a las rejas de acero que rodeaban<br />

la mansión de la hacienda. Y llamé a gritos desde la puerta.<br />

—¡Yauúú... / ¡Yauúúa... /<br />

La casa-hacienda estaba también vacía. Volví a gritar con más violencia,<br />

apoyándome en las rejas.<br />

Parecía que el sol declinante brotaba por mi boca y era lanzado inútilmente<br />

contra las rejas y toda la quebrada estática. Temí enloquecer o que<br />

mi pecho se quebrara, si seguía gritando. Y me dirigí al río.<br />

Bajé a la carrera, cortando camino, temiendo que oscureciera. Muy abajo,<br />

me encontré con una tropa de guardias y un sargento. Me agarraron.<br />

— ¡Mire! —me dijo el Sargento.<br />

Me llevó a un recodo del camino.<br />

<strong>Los</strong> colonos subían, verdaderamente como una mancha de carneros, de<br />

miles de carneros. Se habían desbordado del camino y escalaban por los<br />

montes, entre los arbustos, andando sobre los muros de piedras o adobes<br />

que cercaban los cañaverales.<br />

— ¡Mire! —repitió el Sargento—. Tengo ya la orden de dejarlos pasar.<br />

Malograrán la iglesia y la ciudad por muchos días. El Padre Linares, el santo,<br />

dirá misa para ellos a media noche, y los despedirá hasta la otra vida.<br />

Me calmé viéndolos avanzar.<br />

—No morirán —le dije.<br />

—¿Quién es usted —me preguntó el Sargento.<br />

Le dije mi nombre.

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