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Leer-Los-ríos-profundos

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—¿Ya Romero se había ido<br />

—Sí.<br />

—¿Y el "Chipro"<br />

—También él.<br />

—"Serás ingeniero" —le dijo el padre. Y después los dejé en el despacho.<br />

—Entonces, a solas, le pediría las libras de oro para mí. ¿Se fueron en<br />

seguida<br />

—No, al poco rato. El chico subió al internado, por sus libros y su alforja.<br />

Cuando se despidió de mí no lloró. No me habló de ti, a pesar de que<br />

te dejaba encerrado, y eso me causó extrañeza.<br />

—Ya había venido.<br />

—Llevarás tus libras de oro con cuidado; vas a viajar solo.<br />

—No las voy a gastar nunca, Padre.<br />

—Espera un rato; te mandaré tu ropa.<br />

Salió del cuarto y dejó la puerta abierta. Era alto, de andar imponente,<br />

con su cabellera cana, levantada. Cuando ninguna preocupación violenta lo<br />

asaltaba, su rostro y toda su figura reflejaban dulzura; un abrazo suyo, entonces,<br />

su mano sobre la cabeza de algún pequeño que sufriera, por el rencor,<br />

la desesperación o el dolor físico, calmaba, creaba alegría. Quizá yo fuera el<br />

único interno a quien le llegaba, por mis recuerdos, la sombra de lo que en<br />

él también había de tenebroso, de inmisericorde.<br />

Con mi traje nuevo salí en la tarde; bajé al patio.<br />

Ni Palacitos, ni Antero, ni la opa, ni el "Peluca", ni Romero, ni Valle,<br />

ni el "Añuco", ni la cocinera, ni Abraham, estaban ya. Sabía que me encontraba<br />

solo en el caserón del Colegio.<br />

Me senté un instante en las gradas del corredor, frente al pequeño estanque.<br />

Me dirigí al patio interior, caminando despacio. Estaba más atento a los<br />

recuerdos que a las cosas externas.<br />

Eran tres las casetas de madera de los excusados; y una más grande, la<br />

que daba techo al pequeño estanque y a otro cajón. Allí tumbaban a la demente.<br />

Me acerqué a esa puerta; me vi frente a ella, sin habérmelo propuesto.<br />

La abrí. Había florecido más la yerba que crecía en el rincón húmedo,<br />

junto a la pared. Un ramo de ayak' zapatilla podía hacerse. Corté<br />

todas las flores; arranqué después la planta, sacudí la tierra que vino con<br />

las raíces y la eché a la corriente de agua. Luego salí al patio.<br />

El panteón quedaba muy lejos del pueblo. Hubiera deseado colgar ese<br />

ramo en la puerta, porque nadie podría identificar, entre los cúmulos de<br />

tierra de las tumbas de la gente común, cuál era la de doña Marcelina. Me<br />

dirigí al cuarto donde murió. Pasé por el callejón angosto y miré la cocina.<br />

Vi allí a dos hombres. No me sintieron pasar. Olía aún a "kreso" el pequeño<br />

patio. Habían cerrado con un candadito de color, el cuarto. No encontré<br />

cintas de luto cruzadas en la puerta, como es costumbre en los pueblos cuando<br />

alguien muere. En el cerrojo prendí el ramo.<br />

El sol mataría rápidamente esas flores amarillas y débiles. Pero yo creía

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