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Leer-Los-ríos-profundos

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"Padre Santo —continuaba hablando Don Aparicio—, Padrecito: yo le<br />

traeré las flores de la gran cordillera. ¡Si ahora su mejilla está como la hoja<br />

del achank'aray rojo y alba! ¿Yo no dije Si el achank'aray y el phalcha<br />

parecen como el rostro mismo de las criaturitas inocentes. ¡Hermosura para<br />

la eterna gloria! ¡Mi caballo, mi caballo, k'ellas (ociosos), y a saltos llegaré<br />

a los nevados! " Don Aparicio movía los labios en forma perceptible. Se despidió<br />

un poco confundido.<br />

—Perdone, señorita —dijo a Adelaida—. Usted me ha hecho pensar<br />

mucho hablándome de las flores de mi tierra. ¿Aceptaría usted que le enviara<br />

dos indias de mi hacienda, para su servicio Es gente humilde y obediente.<br />

Yo tengo algunas que entienden las órdenes caseras en castellano.<br />

Adelaida aceptó el ofrecimiento, sin esperar a que su madre interviniera.<br />

—Con una es suficiente —dijo la madre.<br />

—Nunca, señora. Una para la cocina y otra para los mandaditos.<br />

El cerco estaba hecho, y no de perros rabiosos, sino uno más alto e invisible,<br />

tendido por la audacia: la casa, la servidumbre, y las cargas de comestibles<br />

que él les enviaría "en venta al costo", constituirían el infranqueable<br />

cerco, el derecho adquirido que él sabría imponer a los de fuera.<br />

Las señoras del pueblo respiraron tranquilamente; los jóvenes se resignaron;<br />

las muchachas ansiaban contemplar a la rubia, verla caminar, y sufrir.<br />

Don Aparicio juró arruinar y golpear hasta dejar agonizante a quien hablara<br />

mal de la niña recién llegada. Podía hacerlo. Una noche, trescientos indios<br />

llegarían a cualquier hacienda o chacra; derrumbarían los cercos, dirigidos<br />

por despiertos y fieles mayordomos mestizos; matarían los chanchos, los<br />

caballos y las vacas; los espantarían hacia los abismos... El señor de Lambra<br />

era un hombre de acción y no había aparecido aún otro joven poderoso e<br />

igualmente decidido que le hiciera sombra. Era, además, fuerte, gran jinete;<br />

y cuando le atacaba la ira, enrojecían sus ojos, se erizaban sus espesas cejas,<br />

infundía miedo. Y no lanzaba puñetazos; golpeaba con el filo de su mano<br />

derecha como si fuera un trozo de madera pesada. A ese golpe le llamaba<br />

"pescuezaso", y decía que un peleador limeño le había enseñado.<br />

Pero la vida de la Capital provinciana se alteró con la llegada de la<br />

rubia y de su madre. "¿Qué pasará ¿En que irá a parar ¿Cuándo se irá<br />

¿Qué es ella de Don Aparicio ¿Ya es de él; o le ha sorbido de veras el<br />

seso, y la quiere como un colegialito", se preguntaban en el barrio de los<br />

vecinos principales.<br />

<strong>Los</strong> jóvenes casaderos y los muchachos, los adolescentes, pasaban por la<br />

calle donde ella vivía, cuando Don Aparicio se iba a Lambra. En realidad,<br />

la imagen de Adelaida reinaba en el barrio de los señores. Sólo en los ayllus<br />

de los indios se hablaba poco de ella. Se contaba que una hermosa niña, de<br />

cabellos rubios como los de las Vírgenes de las iglesias, había llegado al pueblo<br />

y que todas las señoras y sus hijas la odiaban; que muchas jóvenes<br />

lloraban en la noche, de ansias y de envidias.

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