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campos de labranza o de pastos permanentes; en Saisa sólo había yerbas<br />
precarias; un manantial escaso al que venían a beber las bestias y los zorros,<br />
desde inmensas distancias; y calabazas que los comuneros sembraban en el<br />
fondo de las quebradas, donde alguna humedad debía existir. Además, el novio<br />
de Clorinda era cerdudo y de manos callosas. Ella era la única flor permanente<br />
en Saisa, rara como su región nativa; inolvidable; su voz algo ronquita,<br />
quizá por la humedad y la belleza de los inviernos. No se podía estar<br />
cerca de Alcira, con el recuerdo de la niña de Saisa. Las pantorrillas y lo<br />
ancho de su cuerpo irritaban. Había que irse.<br />
No vi a Antero. Caminé un poco tras de Salvinia. Ella y sus amigas<br />
procuraban no mirar de frente a los jóvenes. Me sentía más seguro que<br />
otras veces. Mis zapatos de charol eran elegantes; llevaba corbata; los puños<br />
de mi camisa eran algo largos. Mi traje nuevo no me azoraba ya. Levanté<br />
la cabeza. Me crucé con el Coronel y un grupo de caballeros que lucían cadenas<br />
de oro en el chaleco; me hice a un lado sin sentir esa especie de apocamiento<br />
e indignación que me causaban: "Que pasen", dije. Dos jóvenes<br />
que no había visto antes, se acercaron al grupo de muchachas en que estaba<br />
Salvinia. Se presentaron muy gentilmente antes ellas. Y el más alto se detuvo<br />
junto a Salvinia.<br />
—Soy el hijo del Comandante de la Guardia. Llegué ayer —le oí decir.<br />
Las invitó a seguir caminando, y él tomó del brazo a Salvinia para separarla<br />
de sus compañeras e ir junto a ella. <strong>Los</strong> dejaban intervenir, ruborizándose,<br />
atolondradas, pero creo que radiantes.<br />
Me enfurecí. Seguí tras el grupo, ofuscado, sin conocer a las personas.<br />
Pero en la esquina, subido en el sardinel, vi a Antero. Sus ojos habían enrojecido;<br />
estaban turbios, como los de un perro bravo al que le hincaran en<br />
la boca con un bastón. Me detuve junto a él.<br />
—Lo voy a rajar —me dijo—. ¡Ahora mismo!<br />
La banda tocó una marinera. Era cerca de las doce.<br />
Esperó que se alejaran unos pasos. Oímos que Salvinia reía. Antero fue<br />
tras ellos, a trancos. Lo seguí.<br />
Le tocó el hombro al joven. "Es el hijo del Comandante", le había advertido.<br />
—Oiga —le dijo—. ¡Oiga, voltee!<br />
Se detuvo. <strong>Los</strong> demás se volvieron hacia nosotros. Como venían más filas<br />
de paseantes, nos retiramos a un extremo de la acera, hacia la calzada,<br />
todos. Salvinia palideció. Vi que quiso acercarse adonde estábamos los cuatro<br />
hombres; nos miraba con extravío.<br />
—Más acá —advirtió Antero al joven—. Ustedes ¡sigan! —les dijo a<br />
las muchachas. Ellas obedecieron; se alejaron a paso rápido.<br />
Antero nos llevó hasta el campo de higuerillas. <strong>Los</strong> dos jóvenes, tomados<br />
de sorpresa, caminaron. No estaba lejos el campo. Unos veinte metros. Creí<br />
que el hijo del Comandante haría algo por detenernos. <strong>Los</strong> sojuzgó Antero.<br />
Nos dominó a todos; quizá yo contribuí con mi furor a precipitarlo. La voz<br />
del "Markask'a" tenía el tono con que me habló la noche del sábado, día del<br />
motín, cuando regresábamos de la alameda.<br />
—Oiga —le dijo al joven, ya en el campo—, esa muchacha, a la que