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Leer-Los-ríos-profundos

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con la chancaca negra, forma el manjar más delicado y poderoso del mundo.<br />

Arde y endulza. Infunde alegría. Es como si se bebiera la luz del sol.<br />

Yo no pude comprender cómo muchas de las lindas señoritas que vi<br />

en el parque, durante las retretas, lloraban por los militares. No lo comprendía;<br />

me causaba sufrimiento. Ya dije que casi todos aparecían gallardos,<br />

algo irreales, con sus fuetes puntiagudos y lustrosos. Pero sospechaba de<br />

ellos. Vestidos de polacas ceñidas, raras, y esos kepis altos, de colores; las<br />

botas especialísimas; los veía displicentes, como contemplando a los demás<br />

desde otro mundo. Eran corteses, hasta algo exagerados en sus ademanes<br />

caballerescos. Pero todo eso me impresionaba como no natural, como representado,<br />

como resultado de ensayos, quizá de entrenamientos ocultos y minuciosos<br />

que hacían en sótanos o cuevas secretas. No eran como los otros seres<br />

humanos que conocía, distantes o próximos a mí. Y en los oficiales ya maduros,<br />

no observé —en el poco tiempo que los vi en Abancay— no observé ya<br />

sino rastros de esa cortesía de aspavientos y genuflexiones de los jóvenes. Se<br />

paraban con gran aplomo en todas partes, como si no fueran de tierra sino<br />

que la tierra naciera de ellos, en dondequiera que estuviesen. Y miraban con<br />

expresión distinta; diría que algo más ruda, con una especie de lujuria, acaso<br />

exclusiva de ellos. Cuando supe que se habían ido de Abancay y me dijeron<br />

que la ciudad estaba desierta, no pude dejar de meditar en ellos.<br />

Recuerdo que llegué a creer, durante la noche, en el patio interior, que<br />

eran también como bailarines o aparecidos. "¡Son disfrazados!", me dije.<br />

<strong>Los</strong> disfrazados a algún sitio nos quieren llevar, siempre. El danzak' de tijeras<br />

venía del infierno, según las beatas y los propios indios; llegaba a deslumhrarnos,<br />

con sus saltos y su disfraz lleno de espejos. Tocando sus tijeras<br />

de acero caminaba sobre una soga tendida entre la torre y los árboles de<br />

las plazas. Venía como mensajero de otro infierno, distinto de aquel que<br />

describían los Padres enardecidos y coléricos. Pero los ukukus, trajeados con<br />

pieles completas de osos peruanos, sus pequeñas orejas erguidas, los cortes<br />

de sus máscaras, que dejaban salir el brillo de los ojos del bailarín; los ukukus<br />

pretendían llevarnos a la "montaña", a la región próxima a la gran selva,<br />

hacia las faldas temibles de los Andes donde los bosques y las enredaderas<br />

feroces empiezan. ¿Y estos disfrazados ¿El Coronel; los huayruros de espuelas<br />

y polainas, tan distintos de los humildes gendarmes a los que reemplazaron,<br />

y los gordos comandantes que se emplumaban para escoltar al Coronel<br />

en el desfile ¿Adonde nos querían llevar ¿Qué densa veta del mundo<br />

representaban ¿En qué momento iban a iniciar su danza, durante la<br />

cual quizá pudiéramos reconocerlos, comunicarnos con ellos<br />

¿Qué les habían dicho, qué les habían hecho a las hermosas muchachas<br />

que fueron con ellos a las orillas del Mariño ¿Por qué lloraban esas niñas<br />

¡Quizá Salvinia les había dirigido alguna de sus cristalinas sonrisas! Me<br />

horroricé cuando me asaltó la última sospecha. Y el horror mismo me llevó<br />

más lejos: quizá Clorinda, la frágil flor de los campos áridos que sólo reverdecen<br />

en el invierno, había mirado también a algunos de estos disfrazados;<br />

quizá hasta lo hubiera preferido a su novio, el contrabandista taimado, y

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