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Leer-Los-ríos-profundos

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extinguirse. Comprendí que si no seguía sonriéndole, que si no me acercaba<br />

a él, cerraría los ojos y se echaría a correr.<br />

Lo abracé.<br />

— ¡Soy un perro, soy un perro! —decía. Y empezó a llorar.<br />

Lo llevamos a mi sala de clases. Todos los alumnos jugaban en los patios,<br />

y los internos no vieron nuestra reconciliación. Eran los únicos que<br />

hubieran podido perturbarla.<br />

El Flaco se sentó en una carpeta y apoyando la cabeza sobre los brazos<br />

de Antero lloró unos instantes. Después levantó el rostro para mirarme.<br />

— ¡No seas sonso! —le dijo el "Markask'a".<br />

—<strong>Los</strong> otros son los peores —le dije yo—. El Lleras, el Valle, el "Añuco".<br />

Nosotros no, hermano.<br />

—Dios los castigará. ¡Algún día! —exclamó.<br />

Se levantó y volvió a darme la mano.<br />

—Tú eres un caballero. ¡Lo reconozco como hombre! Desde hoy te voy<br />

a querer.<br />

Temblaba un poco.<br />

— ¡Juguemos, hermanitos! —gritó de repente—. ¡Juguemos al zumbayllul<br />

¡Vamos!<br />

Salimos corriendo. El me llevaba de la mano.<br />

En el callejón que une los patios nos topamos con Valle. Venía a paso<br />

lento, erguido como siempre. Un gesto de gran sorpresa interrumpió, como<br />

un relámpago, su pesada solemnidad. Rondinel le sacó la lengua y le dijo a<br />

gritos:<br />

— ¡Espera sentado a que peleemos! ¡Sonso!<br />

Y seguimos adelante. Ni rastros de forzada amabilidad hubo entre nosotros.<br />

Deseábamos halagarnos. Hicimos cantar a nuestros zumbayllus con<br />

gran destreza. <strong>Los</strong> arrojábamos al mismo tiempo. Y una vez el del Flaco<br />

derrotó en duración al de Antero. ¡Qué felicidad fue para él! Saltaba; me<br />

miraba y miraba al "Markask'a". Daba vueltas sobre un pie. El sol alumbraba<br />

para él solo, esa mañana. El mundo redondo, como un juguete brillante,<br />

ardía en sus manos. ¡Era de él! Y nosotros participamos de la dicha<br />

de sentirlo dueño.<br />

A las doce, cuando los externos salían a la calle, se oyeron gritos de<br />

mujeres afuera. Rondinel y yo, de pie en la pequeña escalera que conducía<br />

a mi sala de clases, podíamos ver la calle. Varias mujeres pasaron corriendo;<br />

todas eran mestizas, vestidas como las mozas y las dueñas de las chicherías.<br />

El Padre Director salió de su oficina, se dirigió al zaguán y observó la calle,<br />

mirando a uno y otro lado. Volvió en seguida; entró precipitadamente a la<br />

Dirección. Creímos percibir que tenía miedo.<br />

El tumulto aumentó en la calle. Más mujeres pasaban corriendo. Un oficial<br />

entró al Colegio.<br />

El Director apareció en la puerta y llamó a gritos a los Padres.<br />

— ¡Hazles oír! —me dijo, palmeando.<br />

Yo corrí a los dormitorios y al comedor, llamando a los Padres. Eran

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