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Leer-Los-ríos-profundos

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Me acostaron en la cama del Hermano. El Padre me empapó los cabellos<br />

con "kreso" y me envolvió la cabeza con una toalla blanca.<br />

—Ella fue con el Padre Augusto a Ninabamba, hace ya como dos semanas<br />

—le dije—. <strong>Los</strong> vi pasar el puente del Pachachaca. Doña Marcelina subió<br />

a la cruz de piedra, como un oso. Ya estaba para morir, seguro, como yo,<br />

ahora.<br />

— ¡La desgraciada, la bestia! Se metería con los indios en la hacienda,<br />

con los enfermos —dijo el Padre, estallando en ira, sin poder contenerse.<br />

— ¡Ya está la peste, Padre, entonces! ¡Ya está la peste! Yo voy a morir.<br />

Hará usted que laven mi ropa, que no la quemen. Que alguien cante<br />

mi despedida en el panteón. Aquí saben —le dije.<br />

— ¡Infeliz! —me gritó—. ¿Desde qué hora estuviste con ella<br />

—En la madrugada.<br />

—¿Entraste a su cama ¡Confiesa!<br />

—¿A su cama, Padre<br />

Me escrutó con los ojos; había un fuego asqueroso en ellos.<br />

— ¡Padre! —le grité—. ¡Tiene usted el infierno en los ojos!<br />

Me cubrí el rostro con la frazada.<br />

—¿Te acostaste Di; ¿entraste a su cama —seguía preguntándome.<br />

Acezaba; yo oía la respiración de su pecho.<br />

El infierno existe. Allí estaba, castañeteando junto a mí, como un fuelle<br />

de herrero.<br />

— ¡Di, oye, demente! ¿Entraste a su cama<br />

— ¡Padrecito! —le volví a gritar, sentándome—. ¡Padrecito! No me pregunte.<br />

No me ensucie. <strong>Los</strong> <strong>ríos</strong> lo pueden arrastrar; están conmigo. ¡El<br />

Pachachaca puede venir!<br />

—¿Qué —dijo; se acercó más aún a mí. Sentí el perfume de sus cabellos—.<br />

¿No entraste, entonces, a su cama ¡No entraste! ¡Contesta!<br />

Le sentí amedrentado; creo que la confusión empezaba a marearlo. Era<br />

violento.<br />

Me tomó de las manos. Y volvió a mirarme, tanto, que le hice frente.<br />

Sus ojos se habían descargado de esa tensión repugnante que lo hizo aparecer<br />

como una bestia de sangre caliente. Le hablé, mirándolo:<br />

—Recé a su lado —dije—. Le crucé sobre el pecho sus manos. Le he<br />

despedido en nombre de todos. Se murió tranquila. Ya se murió, felizmente.<br />

Ahora, aunque me dé la fiebre, me dejará usted irme donde mi padre.<br />

— ¡Siempre el mismo! Extraviada criatura. No tienes piojos, ni uno. Te<br />

hemos sálvado a tiempo. Quizá no debí preguntarte cosas, esas cosas. ¡Ya<br />

vuelvo!<br />

Se fue, en forma precipitada. Sentí que cerraba la puerta con llave.<br />

Había que evocar la corriente del Apurímac, los bosques de caña brava<br />

que se levantan a sus orillas y baten sus penachos; las gaviotas que chillan<br />

con júbilo sobre la luz de las aguas. ¿Y al Hermano Miguel Su color prieto,<br />

sus cabellos que ensortijándose mostraban la forma de la cabeza. El no me<br />

hubiera preguntado como el Padre Director; me habría hecho servir una<br />

taza de chocolate con bizcochos; me habría mirado con sus ojos blancos y<br />

humildes, como el de todo ser que ama verdaderamente al mundo.

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