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ogué que se a<strong>de</strong>lantaran; yo iría a su encuentro en un vuelo privado en cuanto<br />
pudiera. A mi amada esposa no le gustó mi propuesta. Julieta, mi querida hija <strong>de</strong> siete<br />
años, a pesar <strong>de</strong> estar triste, me dio un beso y me dijo: «Papá, tú eres el mejor padre<br />
<strong>de</strong>l mundo». Fernando, mi maravilloso hijo <strong>de</strong> nueve años, también me besó y me<br />
dijo: «Eres el mejor padre <strong>de</strong>l mundo, y el más ocupado también». «Gracias, hijos<br />
míos —les contesté—, un día papá tendrá tiempo para los mejores hijos <strong>de</strong>l mundo».<br />
—Y con un gran suspiro, añadió—: Pero nunca tuve tiempo.<br />
Hizo una pausa y empezó a llorar. Con la voz quebrada, dijo a la multitud<br />
conmovida:<br />
—Mientras estaba en una reunión <strong>de</strong> trabajo, unas horas <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> que hubieran<br />
tomado el avión, mi secretaria me llamó y me dijo que había habido un acci<strong>de</strong>nte<br />
aéreo. Mi corazón comenzó a latir con fuerza. Seguí con atención las noticias por<br />
televisión, y me <strong>de</strong>sesperé. Decían que había caído un avión en la selva y no se sabía<br />
si había supervivientes. Era el avión en el que viajaba mi familia. Empecé a llorar<br />
<strong>de</strong>sconsoladamente. Había perdido todo lo que tenía. Ya no tenía aire para respirar,<br />
suelo que pisar ni razón para vivir. Entre lágrimas, reuní algunos equipos <strong>de</strong> rescate<br />
que nunca pudieron encontrar sus cuerpos. <strong>El</strong> avión se había incendiado. Ni siquiera<br />
me pu<strong>de</strong> <strong>de</strong>spedir <strong>de</strong> las personas más importantes <strong>de</strong> mi vida, mirarlos a los ojos,<br />
tocar su piel. Todavía me parece que nunca se han marchado.<br />
De la noche a la mañana, el hombre envidiado se volvió objeto <strong>de</strong> lástima,<br />
imbatible se volvió el más frágil <strong>de</strong> los seres. Y, sumado a su inmenso dolor, tenía que<br />
lidiar diariamente con un sentimiento <strong>de</strong> culpa que lo torturaba.<br />
—Los psicólogos que me atendían querían eliminar mi sentimiento <strong>de</strong> culpa. Me<br />
dijeron que yo no había tenido ninguna responsabilidad en esa pérdida. Culpa directa<br />
no tenía, es cierto, pero sí indirecta. Los psicólogos querían protegerme en lugar <strong>de</strong><br />
hacerme afrontar el monstruo <strong>de</strong> la culpa. No lograron aliviar mi autocastigo. Eran<br />
buenos profesionales, pero yo era obstinado. Me encerré en mi mundo.<br />
Después <strong>de</strong> <strong>de</strong>cir esto, siguió penetrando en los capítulos insólitos <strong>de</strong> su pasado.<br />
—¿Qué había construido? —empezó a cuestionarse—. ¿Por qué no le di prioridad<br />
a lo que más amaba? ¿Por qué nunca tuve el coraje <strong>de</strong> hacer un alto en mi agenda?<br />
¿Cuándo llega el momento <strong>de</strong> <strong>de</strong>sacelerar? ¿Qué es más impostergable que la propia<br />
vida? ¿De qué sirve ganar todo el oro <strong>de</strong>l mundo y per<strong>de</strong>r la vida?<br />
¡Qué dolor insoportable! ¡Qué carga emocional! Al escucharlo, comprendí que<br />
todos, por más éxito que tengamos, siempre per<strong>de</strong>mos algo. <strong>El</strong> sol no es eterno, nadie