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Salomé
Yo tenía siete años cuando Salomé llegó a casa. Mi abuela había fallecido
hacía poco, y su llegada nos devolvió la vida. Apareció, correteando,
moviendo la cola, con su lomo marrón y blanco y sus ojitos café. Una señora
estaba regalando cachorros, y mi hermanito le había pedido a mi mamá que
nos dejara tener uno. Entraron a la casa de la señora y Salomé fue la primera
que le hizo una fiesta a Emmanuel. Así la eligió.
Hicimos una votación para designarle un nombre, y mi mamá vetó las
leyes democráticas: «Se va a llamar Salomé, como la que le cortó la cabeza a
Juan Bautista». «No, no se va a llamar así, qué horrible». «Sí, se va a llamar
así». «No, pongámosle Rocky». «Ay, no Daniel, Rocky es de hombre».
«Bueno, entonces Tomi Roca». «¿Sos tarado?». «Hija, no digas malas
palabras. La perrita ya está acostumbrada a que la llamen así. Si le
cambiamos el nombre, no va a entender». Yo me crucé de brazos. «Bueno, si
es por ella, entonces sí. Que se llame Salomé».
Los primeros días Salo no comió. Lloraba todo el día. Mi mamá nos
explicó que era porque extrañaba a su familia. Yo me puse triste y pensé que
por suerte no tenía que extrañar también su nombre. Mi hermano Daniel