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De bondis
I
Llego a la parada. Miro si viene a lo lejos. No viene. Prendo un cigarrillo.
Espero. Espero. Espero. Lo veo aparecer Sonrío… Apago el cigarrillo contra
el poste y lo tiro al tacho. Me causa gracia la ironía de intentar proteger al
medioambiente mientras me fundo los pulmones. Levanto el brazo con
mucha anticipación. Me da vergüenza, pero ya no puedo bajarlo. Frena. Me
abre las puertas. Subo, saludo al chofer. Él, la mayoría de las veces, también
me saluda. Pago con la SUBE, temiendo saldo insuficiente. Uf, me alcanzó.
Miro el pasillo. Me alegro si hay un asiento libre. Si queda del lado de la
ventanilla ya la felicidad es absoluta. Me siento. Elijo una canción. Miro la
calle. Pasan las casas, las plazas, los autos. Levanto la mirada. Me encuentro
con otras personas. La madre entreteniendo a los hijos. Los abuelos callados.
Las adolescentes alborotadas. Un hombre pensativo. Una mujer triste. Me
pregunto cómo serán sus vidas. Si son felices hoy. Si tienen un buen trabajo,
o ni siquiera tienen uno. Si están en pareja. Si les rompieron el corazón. Si se
ven con sus amigos. Si les preocupa el país. Me doy el permiso de mirarlos
como no se mira a las personas: Sin miedo. Los miro, y si alguno de ellos me
mirara, entendería todo lo que no estoy diciendo con palabras. Aunque
seamos extraños. Porque yo creo que entendemos la mirada del otro por ser
humanos, no por conocernos. Lo que sucede es que (casi nunca) nos damos el
tiempo de mirarnos así. Vuelvo a la ventanilla. Pasan los edificios, los perros,
las bicis. Pienso en mi día, en mi vida. Creo diálogos que no resuelvo. Me
invade, un poco, la nostalgia. Me suena el celular. Me río del mensaje