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Arde la vida - Magali Tajes

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hermanos lo abrazan. Yo sigo callada, mirándolo. El que te miente una vez, te

miente siempre, me decía mi vieja de chica. Y yo no me olvidaba.

A la semana mi viejo volvió a desaparecer. Aprovechó que mi vieja salió

a comprar, agarró sus cosas y se fue. Mi mamá lloró durante horas. Yo me

acosté a dormir al lado de ella. No podía llorar. No podía sentir nada.

Ella arrancó a trabajar en dos lugares y habló con Mónica para empezar a

devolverle los doscientos dólares en cuotas. Mónica nunca le creyó que ella

no supiera del préstamo, y cada vez se fueron hablando menos, hasta no ser

más amigas. Casi todos los conocidos de la familia actuaron como ella. Mi

papá aparecía una vez por mes con bolsas de supermercado. Y todos los días

caían llamados de gente que quería cobrarle algo diferente.

Una noche llamó una mujer. Pertenecía a una especie de grupo de

mujeres estafadas por mi viejo. Él les había hecho, según la mujer, el mismo

cuento a todas: Era viudo, había matado en un accidente de tránsito a sus tres

hijos y a su esposa, y desde ahí sólo vivía la vida con dolor. Con ese dolor

conseguía las extensiones de la tarjeta de crédito, el efectivo y los cheques.

La mujer lloraba al oído de mi mamá: «Hasta nos llevó a conocer el lugar de

la ruta en el que había sido el accidente el muy hijo de puta».

Otra noche llamó un hombre: «Si Alfredo no aparece con la guita, les

lleno la cabeza de piorno a todos».

Una mañana llegó una carta documento. La casa estaba hipotecada. La

iban a rematar.

A veces, mi papá llamaba por teléfono y decía: «No puedo devolver la

plata porque estoy pagando el tratamiento de diabetes». Decía: «Estoy

pagando los remedios del cáncer». Y yo entendí que mi papá estaba enfermo.

No de lo que decía. Estaba enfermo de mentir, de ser otro, de jugar con las

personas, de desamor, de abandono.

Voldemort, empezamos a llamarlo. Como el innombrable de Harry

Potter. Y tenía sentido. Ya no lo podíamos nombrar. Quizás por dolor, quizás

por decepción, quizás por vergüenza, quizás por odio. Mi papá ya no salía de

la boca de ninguno de nosotros. No existía.

Una tarde agarramos los álbumes de fotos y empezamos a recortar su cara

de todos lados. Fue un acto estúpido, de ira, y con ánimos de olvidar. Ni

muerto ni vivo. Desaparecido. Así estuvo durante años mi papá.

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