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¡Alto ahí!
—Jugate el corazón—
¿Qué pasa que no nos animamos a jugar?
Nos olvidamos que jugar es en serio.
Se nos fue de la memoria que una escoba sabe ser caballo. Y un lápiz,
cigarrillo. Que el patio de una casa sabe ser un bosque. Y una habitación, una
tienda.
¿Qué pasa que no nos animamos a jugar?
Nos olvidamos que jugar es en serio.
Que las más crueles batallas y las más grandes historias de amor, se
pueden dar entre dos muñecos de plástico.
Convencidos de que las figus, los tazos, y la plastilina no merecen nuestra
adulta atención, crecimos y nos pusimos a jugar con personas. No suele ser
tan divertido, querido extraño, cuando la otra persona se nos rompe. Y en
vano es el intento de explicar «¡Uh! No fue a propósito. Se me salió el cosito
que hacía que te quisiera…».
¿Qué pasa que no nos animamos a jugar?
¿Qué puede pasar si jugamos?
Está el riesgo de perder.
Pero… ¿qué puede pasar si perdemos?
Nos puede invadir la tristeza.
Y, ¿no es más triste no jugar?
Tomemos té de tazas vacías, acostémonos en el suelo y toquémonos el
estómago como si lo tuviéramos herido, volvamos a ser recolectores de
basura, cocineros, científicos, veterinarios, astronautas, médicos, vagabundos,