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vulnerable, idiota, mala, inocente, histérica, obsesiva, temerosa, arriesgada,
dubitativa, menos retorcida, esperanzada, tranquila, volátil, ansiosa, fuerte,
acompañada, angustiada, enferma, contenida. Me fui enojada de varias
sesiones, y de otras muy triste. Nos hicimos reír muchas veces, y logró que
dejara de maquinar tanto. Eso es en lo que Nacho más me ayuda: Sentir más,
pensar menos. Pensar menos en lo que voy a decir, en cómo decirlo. Pensar
menos si es lo que-tengo-que-hacer y basarme en si es lo que-siento-ganasde-hacer.
Pensar menos en el pasado, en las heridas, en los errores, si voy
regodearme en ese pensar y no cambiar algo de eso.
Nacho me enseña a soltar. A entender. A no buscar explicaciones donde
no las hay. A saber que, a veces, eso… No hay. Me da un abrazo en las
sesiones más duras, y pañuelitos descartables cuando mi orgullo no me deja
ni secarme las lágrimas. Me deja mandarlo a la mierda, y logra que casi
nunca tenga ganas de hacerlo. Me hace preguntas simples que desencadenan
una tormenta de asociaciones. La cabeza se me acelera, y me confundo.
Cuando más quiero que hable, se queda callado. Y yo me río y sufro por
dentro.
Algunos días tiene puesta una camiseta rosa que me causa gracia. Otros
se deja la barba larga como un náufrago. Tenga el aspecto que tenga, me
inspira la misma confianza. Apenas lo miro a los ojos, me da vergüenza. Pero
cuando lo hago, en su mirada encuentro paz. No sé absolutamente nada de su
vida, y no me importa. Yo elegí analizarme con él porque sentí que tenía
buen corazón. También porque sabía que había leído mil libros de
psicoanálisis y otras ramas, pero sobre todo, por el corazón.
Nacho me creó otra imagen de los hombres, que dista de la que me había
quedado de mi viejo y de mi historia. Tal vez no vuelva a amar a uno. Me
consuela saber que ya no los odio. Que, de hecho, los quiero mucho.
Una vez, una amiga me dijo que el psicoanálisis le había salvado la vida.
Tomo sus palabras y las comparto. A mí el psicoanálisis, con Nacho, me
salvó la vida.
Con mis idas, venidas, vueltas, demoras, arrebatos, terrores, prudencias y
locuras, estoy aprendiendo a vivir una vida más cerca del deseo que del
deber. A veces soy feliz, y otras insoportablemente nostálgica. Pero ya no me
quiero morir. Quizás, nunca lo quise lo suficiente.