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Una noche, mientras yo estaba estudiando Stand up en Palermo, me llamó
mi hermano Daniel. «Vení que le pasó algo a Salo». «¿Cómo que le pasó
algo a Salo?». «Tuvo un ataque». «¿Un ataque de qué?». «No sé, vení, está
muy mal». Dejé la clase y me fui a mi casa volando. Tenía miedo de que
hubiera fallecido mientras yo estaba en el colectivo. «Por qué no me tomé un
taxi, la puta que me reparió. Me tendría que haber tomado un taxi, soy una
forra. Me muero si se murió».
Cuando llegué, mi familia estaba sentada en la escalera alrededor de
Salomé, que tendida en el suelo lloraba bajito y respiraba muy fuerte. «¿Qué
le pasó?». «No sabemos, se cayó de golpe, y no se levantó más». «¿Llamaron
al veterinario?». «Sí, vino y dijo que no la movamos. Mañana la llevamos a
primera hora».
Salomé se vomitó encima toda la noche. Tenía un olor que daba arcadas.
Mi familia se quedó hasta que se hizo de madrugada. Yo me acosté al lado de
ella, y vi salir el sol por la ventana del patio. Intentó levantarse varias veces.
No pudo. Se hizo pis encima y no se movió. La sequé como pude y le hablé
como le hablaba esas noches en las que ella era una cachorra y yo una
adolescente. Salo no se durmió. Y a mí me dio tanta angustia que no se
durmiera.
A la mañana, intentó levantarse por décima vez y lo logró. Se llevó
puestas todas las paredes. Había quedado ciega. No se me borra todavía de la
cabeza cómo deambulaba de un lado a otro, perdida, sin fuerzas. Pasó todo el
día así. Le pedí a mi papá que la sacrifique. Él se puso a llorar y me dijo que
teníamos que esperar, que quizás mejoraba. Yo lloré con él. Y le dije: «Un
día más. Esperamos un día más». «Pero yo no quiero que se vaya, Maga».
«Y yo no quiero que sufra, papá».
Cuando volví de la facultad la habían sacrificado. El veterinario dijo que
fue un tumor. Tenía 16 años.
Emmanuel no habló por días. Mi mamá tiró las cenizas en el jardín.
Daniel dejó de venir un tiempo a casa. Mi papá lloró semanas. Yo le dije al
psicólogo que sentía que se había muerto mi hermana.
A veces cuando voy a visitar a mis papás, abro la puerta, y espero que
Salo venga corriendo a recibirme. Yo sé que no va a volver, pero de vez en
cuando me olvido. Es imposible no olvidarme. Cuando me acuerdo, me